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UN BILBAINO EN PARÍS (I)

Pablo Ransanz
Compositor

(Nº 1, OCTUBRE, 2006)



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DIVULGACIÓN, CUENTO

ABSTRACT

Una historia ficticia con grandes dosis de realismo. Un relato musical que tiene como protagonista a JUAN CRISÓSTOMO ARRIAGA

Palabras clave: Biografía, Cuento, Clasicismo, España


El joven músico caminaba pensativo por las frías calles de París, mientras su mente le transportaba imaginariamente a su Bilbao natal. Se sentía débil y cansado. Un fuerte resfriado le había tenido guardando reposo en cama durante más de dos semanas, sin más compañía que sus partituras y apuntes de armonía. Algunos amigos habían venido a visitarle para ofrecerle su afecto y atenciones, pero lo cierto es que aquel muchacho tenía sus pensamientos y energías puestos en la redacción final de su sinfonía en Re menor.

        Cherubini, uno de sus principales mentores y director del Conservatorio de París, le había elogiado por su elegancia y cuidadísima sintaxis tras escuchar sus tres cuartetos para cuerda. La acogida de sus obras en París estaba siendo magnífica. El joven bilbaíno se había jurado a sí mismo que aquella sinfonía sería el resultado más perfecto de su producción musical. Dotada de audaces armonías y de una orquestación sobria, a la vez que cuidada al milímetro, nadie dentro de los círculos de amistad de nuestro protagonista dudaba de su gran valor estético-musical.

        Mientras seguía su camino, inmerso en sus propias cuestiones musicales, no acertó a esquivar a un carruaje que se dirigía en sentido opuesto e invadía parcialmente su carril de transeúnte. Con un grito de dolor, sintió cómo la rueda derecha de aquel carruaje le aplastaba el pie izquierdo, mientras el mozo que iba en el pescante fustigaba al tiro de caballos para que aceleraran el paso y liberaran del lodo el pie del desdichado muchacho, que se retorcía en gemidos mientras profería blasfemias.

        Todo sucedió muy rápido. En unos segundos, el joven se había liberado de la pesada carga que le había inmovilizado el pie y, tras unos instantes de confusión, había comenzado a andar, cojeando visiblemente, sin prestar atención a las voces de disculpa que le proferían desde el interior del carruaje. El músico maldijo su mala suerte en aquella mañana parisina de finales del año 1825, justo cuando se disponía a demostrar a su admiradísimo Fétis que Wolfgang Amadé Mozart había cometido ciertos errores en las modulaciones aplicadas a varias de sus sinfonías. “¡Tendrá que creerme!”, pensó para sí Juan Crisóstomo. Nuestro músico llevaba varios meses estudiando el sinfonismo mozartiano, llegando a conclusiones casi escandalosas. “Mozart apenas sabe escribir pasajes modulantes, tan sólo hace esbozos para conseguir un efecto modulador asombrosamente eficaz y coherente”, siguió diciendo para su fuero interno aquel joven delgado y altivo.

        El dolor del pie estaba remitiendo, por fortuna. Tan sólo tres manzanas le separaban del Conservatorio, donde tenía programada su asombrosa exposición mozartiana ante las autoridades musicales parisinas, que habían accedido mayormente a acudir a tan peculiar e insultante demostración a instancias del maestro Cherubini. Sabía que no podía permitirse el lujo de dudar o cometer el más mínimo error durante su intervención oral . Fétis aprobaba las tesis de Juan Crisóstomo y le había brindado todo su apoyo, así que se encontraba ante una de las mayores oportunidades de su prometedora carrera musical. Si conseguía convencer al escéptico jurado de que Mozart también se equivocaba en algunas aplicaciones prácticas de la armonía y del contrapunto tradicionales, entonces conseguiría un efecto demoledor entre su audiencia.

        Agarraba las partituras y notas manuscritas que llevaba bajo su brazo izquierdo como si fuesen su tabla de salvación, mientras repasaba mentalmente con gran meticulosidad todas sus argumentaciones. Un sudor frío le recorría la frente, amplia y despejada (…)




SEGUNDA PARTE

**********

Se sintió aliviado al comprobar que su pie izquierdo tan sólo había sufrido algunas contusiones tras el incidente del carruaje. Se prometió a sí mismo estar más atento al tráfico rodado a partir de ese día y evitar así males mayores. Lo que temía era permanecer de pie demasiado tiempo durante la exposición oral en el Conservatorio.

        Absorto como estaba Juan Crisóstomo es estos pensamientos, la distancia que le separaba del Conservatorio se le antojó extremadamente corta, puesto que ya se encontraba enfrente de soberbio y sobrio edificio, en cuyas aulas estaba recibiendo una sólida formación musical. Varias gárgolas siniestras le dirigían pétreas miradas desde lo alto del tejado, mientras que la lluvia hizo su aparición repentinamente. Inquieto, apresuró el paso hasta llegar a la entrada principal, saludó al conserje y se interesó por su esposa, que cinco días antes había sufrido un infarto sin graves consecuencias.

        En los pasillos de la planta baja empezó a formarse un grupo de estudiantes curiosos que habían postergado otras obligaciones académicas para escuchar la intervención del músico bilbaíno. Juan Crisóstomo, al ver el revuelo que se estaba organizando, prefirió aislarse en el aula que Monsieur Cherubini le había reservado para dar los últimos retoques a su demostración mozartiana. El conserje, sonriente, le acompañó para abrirle la puerta y comprobar que todo se desarrollase con normalidad.

        El joven músico suspiró profundamente cuando se encontró a salvo dentro del aula, con una pizarra y una gran mesa de roble como únicas compañeras. Esperó varios minutos a que el ruido exterior hubiese cesado, se acercó a la silla de profesor y se sentó aliviado. Abrió su carpeta y extrajo varios librillos de partituras, además de sus notas manuscritas y apuntes realizados con su pluma en papel pautado. No faltaba nada.

        Comenzó a ordenar todo aquel material musical del que se serviría para lanzar sus arriesgadas tesis. Primero, repasó cuidadosamente los pasajes mozartianos que había analizado armónica y contrapuntísticamente para aquella ocasión. Después, volvió a leer para sí las argumentaciones que expondría ante el tribunal de expertos, se aseguró de tener copias suficientes de las partituras de Mozart para cada miembro del tribunal, anotó un par de acordes en segunda inversión que le servirían como arranque para su intervención, y finalmente cerró los ojos, mientras escuchaba mentalmente aquellas músicas de su admirado compositor salzburgués. “Realmente prodigioso” – se repetía a sí mismo una y otra vez -, “pero existen fallos. Mozart no era infalible” –sentenció.

        Juan Crisóstomo quería dejar claro ante toda su audiencia que las conclusiones a las que había llegado, tras meses de profundo estudio, no estaban encaminadas a desacreditar a Wolfgang Amadé Mozart o a rivalizar con él en conocimientos de armonía, contrapunto y sintaxis musical. Lo que pretendía era mostrar – que no demostrar -, que el todopoderoso Mozart se había equivocado en algunas ocasiones a la hora de escribir modulaciones, y que, por tanto, también era humano.

        Miró su reloj y comprobó que apenas faltaban quince minutos para comenzar con la exposición. Su queridísimo maestro Fétis había llamado suavemente a la puerta, identificándose con los cinco golpes breves y uno largo ya convenidos por ambos. Se acercaba el momento que tanto había estado esperando durante el último año. Ardía en deseos de regresar a Bilbao para celebrar la Navidad con su familia y relatarles su gesta académica. Se acordó de su madre, fallecida años atrás, y le invadió una gran tristeza momentánea. “Estáte tranquilo y concéntrate, Juan” – se dijo para sí.

        Abrió la puerta y contempló el semblante tenso de Fétis, mientras intercambiaba con él algunas miradas de preocupación. Su mentor de armonía procuró mantener la calma, y le preguntó con sonrisa cómplice:

- ¿Te encuentras preparado, jovencito?

- Sí, maestro –respondió Juan Crisóstomo-. Ahora tendré que convencer al tribunal.

- Creo que va a ser más sencillo de lo que Usted imagina, monsieur Arriaga –apuntó Fétis-. Hemos repasado juntos toda esta problemática mozartiana, y coincido plenamente con sus apreciaciones, querido Juan. ¡Hoy será un día grande, ya lo verá…!

        Mientras hablaban, el joven reconoció un rostro familiar que se acercaba cada vez más hacia él entre la multitud de asistentes (…)





Escrito por Pablo Ransanz Martínez
Desde España
Fecha de publicación: Octubre de 2006
Artículo que vió la luz en la revista nº 1 de Sinfonía Virtual.
ISSN 1886-9505



 

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