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Nueva Historia del Flamenco de Juan Vergillos

Guillermo Castro



(Nº 41, Verano, 2021)



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RESEÑAS

 

Nueva historia del flamenco
Juan Vergillos
Almuzara
Córdoba
2021
348 pp.

El crítico de flamenco Juan Vergillos publica un trabajo de investigación que supone un intento de hacerse hueco en el ámbito de la investigación del flamenco, en lugar de la divulgación desde la crítica periodística en la que se ha movido con mayor profusión desde el Diario de Sevilla. El libro trata fundamentalmente sobre historia del baile flamenco, aunque en la portada el título no especifique exactamente esto.

En las primeras páginas que introducen al lector en el libro habla Juan de su propia obra, afirmando que es la primera vez que se realiza un discurso histórico global sobre el flamenco, en la que reduce los bailes boleros y los flamencos a lo mismo: una misma corriente dancística. Se atribuye la creación de una Nueva teoría de la historia del flamenco, aunque reconoce que no es nueva, ya que la apuntaron antes otros (Lavaur, Steingress y Núñez) y se reafirma en la paternidad de la denominación de esta teoría, aunque no figure tampoco esto de “teoría” en el título, lo que supone asumir que el autor la da por válida.

Juan Vergillos realiza una diferenciación entre los bailes de palillos-boleros y la escuela bolera (p. 21), sin duda la parte más interesante de su trabajo, aunque observaremos algunas contradicciones que serán comentadas más adelante. Explica que su “…contribución a esta nueva mirada a la historia del flamenco radica, ante todo, en proponer el nacimiento del arte jondo en el marco de las danzas tradicionales españolas”. Esta última afirmación, terminológicamente mal aplicada, por el uso que hace de “tradicionales”, aparte de no ser novedosa, ni suya, tendríamos que entenderla, tal y como la usa el autor, extendida a todo lo que se entiende por arte flamenco, incluyendo el cante, el toque y su estética. Aparte de la incorrección terminológica, supone inexactitudes de tipo histórico y musical. Como ahora explicaremos.

El libro consta de seis capítulos fundamentales, a los que se añade un epílogo, cronologías, y diferentes datos bibliográficos, entre los que incluye, aparte de documentos escritos y prensa, registros sonoros, visuales y digitales.

En el capítulo Antecedentes, expone la parte principal de su teoría enfocada en el baile, señalando la transmisión de elementos que configurarán el flamenco a partir de las danzas “tradicionales” dice Juan, desde el Renacimiento y el Barroco (p. 25). Es importante aclarar que, en contextos académicos de estudio sobre manifestaciones dancísticas, se entiende por tradicionales los ejemplos de bailes transmitidos de forma oral en entornos populares, es decir, los cultivados sin interés artístico, sin ninguna intención de exhibición más allá de la diversión en reuniones o fiestas señaladas, cultivadas por personas de condición social baja y sin aptitudes especiales para bailar. Estos bailes tradicionales entroncarían con los llamados “bailes de cascabel”, en contraposición a los “bailes de cuenta”, que son las variantes académicas creadas por los maestros de danza.

Así se refería el maestro Esquivel Navarro en su tratado de danza de 1642, quien distinguía entre danza y baile, definiendo a las primeras como danzas de cuentas: “para Príncipes y gentes de reputación” y a los segundos como bailes de cascabel: “para gente que puede salir a danzar por las calles”. Ambas manifestaciones se distinguen tanto por las formas de representación como por los ambientes donde se ponían en práctica. El Diccionario de Autoridades de 1726 todavía diferencia danza de baile, al señalar que “danza es baile serio en que a compás de instrumentos se mueve el cuerpo...”, mientras que del baile señala que es “hacer mudanzas con el cuerpo y con los pies y los brazos”. Entendemos que Vergillos se refiere a las danzas académicas, aunque usa un término, “tradicionales”, de forma equívoca, puesto que no son estos estilos de baile “tradicional”, sino danzas sujetas a las innovaciones de la época y las aportaciones personales, como él mismo constata en su trabajo.

Vergillos se atribuye la idea de considerar el baile flamenco no como “una danza popular sino de profesionales” (p. 27), en contraste con la flamencología del siglo XX, dice Juan. Sin embargo, la idea de profesionalidad del flamenco fue siempre señalada por escritores como Blas Vega, Gerhard Steingress, José Gelardo, José Luis Navarro, o Eugenio Cobo por citar unos pocos, todos ellos en publicaciones desde las dos últimas décadas del siglo XX. Vergillos entra en contradicción cuando dice, al respecto de las danzas históricas como la folía, chacona, romanesca (ésta por lo que sé no fue danza sino música, aunque todo puede bailarse), jácaras, canarios y zarabandas, que tienen una doble vertiente de danza popular (más bien baile) y danza de profesionales para luego afirmar que “…en esta época no hay una separación estricta entre lo popular y lo culto. Esta separación se consolida en el Romanticismo” (p. 27). Hemos visto que no es así, la separación entre lo popular y lo culto está ya señalada por Esquivel Navarro en el siglo XVII, pero viene desde más atrás.

Quizás el no haber acudido a las fuentes primarias de danza en los tratados conservados desde el siglo XVI ha podido llevarle a esta conclusión. Como decimos, desde el siglo XVI se distinguen las danzas de cuenta de las de cascabel: las vulgares. Ya en las referencias a los primeros canarios y moriscas academizadas se habla de la forma de bailar bizarra de los indígenas canarios en cuanto a la forma originaria, para pasar después a explicar las coreografías académicas estilizadas.  Véase el tratado de danza de Fabritio Caroso de 1581 y el de Thoinot Arbeau de 1588, no citados en esta publicación. El único tratado de danza que menciona Juan Vergillos, y que figura en la bibliografía, es el de Antonio Cairón de 1820.  En multitud de tratados de danza desde el siglo XVI se describen los pasos “descompuestos” de los bailes populares. Estos son sin medida y con “pies retorcidos”, señalándose las diferencias entre unas formas y otras, al igual que en los diferentes diccionarios de la época. En las formas populares de baile, rechazadas por los maestros de danza, prima lo indecoroso y el mal gusto, tal y como son descritas.

Creemos que Juan confunde las músicas con las danzas, por su referencia a la Romanesca y al Cancionero de palacio como fuente de danzas, cuando en este último caso son cantos, aludiendo a la Seguidilla como ejemplo más antiguo, aunque confunde la forma estrófica con la música que le da soporte, de la cual no da muestras (p. 28). Al respecto de la Seguidilla que menciona Juan del cancionero, cita a Querol y Crivillé en su estudio de la obra “Pero Gonçales, tornóse vuestra”. Pero este ejemplo no tiene nada que ver con la musicalidad de la seguidilla moderna. Es una pieza de polifonía a 3 voces en compás binario. Vergillos cree que la presencia del texto constata igualmente la antigüedad de la música, y no es así. Esta idea la extenderá más adelante a otros géneros como el romance.

Igualmente atribuye al barroco el uso de la hemiolia (29), cuando ya en el Renacimiento está presente, entre otras fuentes en el propio Cancionero de Palacio. Habla del canario como danza Barroca (33), aunque luego la remonta al siglo XVI. Utiliza Juan las conclusiones musicales de otros autores para reafirmar o rearmar su propia teoría (p. 36). Se refiere al fandango como origen de la soleá, o las jácaras como origen de seguiriyas, peteneras y bulerías, cuando son realmente antecedentes musicales no música de origen, tal y como él la califica.

Pasando al capítulo de los Bailes de palillos, se referirá al Neoclasicismo como una época en la que los estilos se hacen más sencillos rítmica y armónicamente, produciéndose una vuelta a la seguidilla en la danza (p. 39), entendida como una nueva moda desde la seguidilla anterior. Pensamos que esto no es posible, no se puede volver a una seguidilla previa, además desconocida. En todo caso sería una seguidilla diferente, pero es que, además, resulta ser una danza más compleja, en forma de bolero, con más redoble en la guitarra, como decía Juan Antonio de Iza Zamácola “Don Preciso” en 1799 al referirse al proceso de formación del bolero en la década de 1780. Este mismo autor explica que la seguidilla popular se redujo a reglas fijas junto con el fandango en las década de 1740 por el maestro don Pedro de la Rosa. Más adelante (p. 67), Juan se referirá de nuevo a las seguidillas del XVI y XVII como bailes que se ponen de nuevo de moda, como si fuera el mismo género de antaño.

El autor se refiere a los bailes que aparecen en la tonadilla como “bailes de palillos” (p. 42), aunque no define lo que él entiende estéticamente por bailes de palillos, más allá del uso de las castañuelas, si es que pudiera tener alguna connotación propia, o diferenciación estética al respecto de los bailes populares que igualmente se interpretan con palillos. Se refiere a los jaleos de finales del XVIII como bailes, citando a Faustino Núñez (p. 56), aunque aún no hay bailes con esa denominación, ya que por entonces se usaba como sinónimo de ruido, alboroto, como acción de “jalear”. Luego dará el dato de 1815 como primer jaleo en la historia (p. 101), aunque tenemos datos sobre “un jaleo” en la obra El poeta calculista de Manuel García (escrita en 1804). Y finalmente en la p. 176 de nuevo retrotrae al siglo XVIII el nacimiento del jaleo como baile de palillos sin aportar muestra del dato.

Dice Juan que el “magismo” deriva hacia el costumbrismo (p. 59). Aunque el majismo es un fenómeno social en forma de afición y el costumbrismo es una corriente literaria y pictórica.

En la parte final de este capítulo menciona la canción popular A la una nací yo (p. 78) como canto judeoespañol, base de la petenera, cuando esta canción parece que fue una melodía peninsular que arraigó en comunidades sefardíes a finales del XIX, como explica el experto en música sefardí Edwin Seroussi en Judeo-Spanish song: a Mediterranean-wide interactive tradition (2010). También menciona Juan el romance de la Monja cantado por El Negro como base de la petenera, pero este romance no tiene la estructura musical de la petenera, aunque recuerde en parte su melodía al comienzo de una de las peteneras que se cantan. En todo caso no es sefardí. Su rítmica interna no es la de la petenera, aunque se pueda adaptar, y no tiene las cadencias melódicas de los tercios centrales de las peteneras preflamencas ni flamencas, ni sus interpolaciones mare de mi corazón u otras recurrentes en este estilo.

Finaliza vinculando los afectos de los modos griegos con los estilos flamencos: alegrías, soleares, seguiriyas. Sugiriendo que los modos griegos perviven en los estilos flamencos y que por eso el flamenco es un “genuino representante contemporáneo de la cultura griega, no solo en lo que se refiere a sus escalas musicales, sino también por el uso de las castañuelas” (p. 81). Los modos musicales del flamenco han sido tres: Mayor, menor y frigio (si exceptuamos el mixolidio cultivado por Manolo Sanlúcar en las últimas décadas), y poco tienen que ver con los 8 modos griegos, en los que además no se practicaban los acordes o armonías para acompañar las melodías.

Cierra el capítulo considerando los bailes boleros y los flamencos como una misma cosa: técnica, mudanzas, repertorio e intérpretes. No atiende al cambio estético expresivo relacionado con el nombre en una etapa posterior, solo el apelativo cuando el majismo derivó al gitanismo (p. 82).

El siguiente apartado está dedicado a la Diferenciación entre los bailes de palillos también llamados boleros y la escuela bolera. En él, Juan aclara que la primera vez que se usa la denominación “Escuela bolera” es en 1942, según los datos de Marta Carrasco en su libro La Escuela Bolera sevillana. Familia Pericet (p. 87). Señala Juan la característica erótica de los bailes boleros, considerando los bailes boleros o de palillos del XIX más violentos y eróticos que la actual llamada Escuela Bolera, y que tendrían un carácter diferente a lo que habíamos pensado hasta ahora, más cercanos a lo que luego llamaremos flamenco (p. 95). En esto sí que estamos de acuerdo en cierta parte, porque no define los bailes populares, donde el juego erótico y de pies era mucho mayor que en las variantes académicas, ni tampoco tiene en consideración otras versiones de bailes boleros mucho más “decentes” o con influencia del ballet académico, que también existieron. Unifica la denominación de bailes de boleros, palillos, nacionales y andaluces bajo una sola (desde el siglo XVII), y con un carácter estético similar, género diferenciado de la escuela bolera (siglo XX), forma académica muy reglada y más fría en sus formas, según Juan.

Vergillos considera que los bailes españoles no incorporan elementos románticos hasta finales del XIX o ya entrado el XX (p. 90), época en la que se consolida, y dice que no se bailaban los bailes de “escuela bolera” de esa forma en el XIX. Para ello se basa en las filmaciones disponibles hasta la fecha desde 1894. Informa Juan que las zapatillas de ballet se incorporan a principios del XIX, en la década de los años 30, pero luego se contradice al decir que como en las filmaciones conservadas siempre se baila con zapato de tacón, entonces no se usaba la zapatilla, cuando anteriormente había reconocido que sí.

Afirma que los elementos danzarios no presentan la estilización del ballet o danza clásica, que las filmaciones muestran bailes boleros que son los que han tenido continuidad hoy en la llamada escuela bolera, pero no tiene en cuenta la información que se desprende de las  fotos, dibujos y pinturas de los artistas con zapatilla que conservamos del siglo XIX. Ediciones americanas de la música del Jaleo de Jerez conocido como “La gitana”, de mediados de los 50, presentan imágenes de bailarinas con zapatilla. Los cuadros de Manet El ballet español (1862), que él mismo incorpora en su libro, presenta a Mariano Camprubí con zapatillas, al igual que el óleo Lola de Valencia. El mismo Camprubí se presenta igualmente en otros grabados y fotografías con zapatillas. Véase en su mismo libro algunas de estas imágenes y otras muchas que incorpora, como el famoso cuadro de Josefa Vargas en el Palacio de las Dueñas de Sevilla, que presenta a la famosa bolera con zapatillas de ballet. Eso no quita que los bailes que interpretaran tuviesen ese carácter desenfadado, picante y violento, que luego se asociaría al baile flamenco, como Steingress señala en Y Carmen se fue a París, pero también había bailes boleros de carácter académico más cercanos al ballet, con vueltas, saltos y pasos de elevación complicados. De forma paralela existían los llamados bailes de jaleo, con pasos más sencillos a ras de suelo, estudiados por Miguel Ángel Berlanga en Los bailes de jaleo, precedentes directos de los bailes flamencos (2017).

Al respecto de las versiones filmadas de la cachucha desde mediados del siglo XX y otros bailes de Escuela Bolera, afirma que las reconstrucciones realizadas unos ciento cincuenta años después poco tienen que ver con los originales. Se basa para ello en la estética de las filmaciones de finales del XIX y principios del XX. Por ejemplo, la cachucha recuperada en EE.UU. a partir de las notaciones de Zorn (1887), de la cual dice no coincidir con el estilo de 1836 que bailó Fanny Essler, y que fue creado por Jean Coralli para el Diablo Cojuelo. Sin embargo coincide estéticamente y en muchos de sus pasos con la versión bailada por Gabriela Komleva conservada en el ballet Mariinski, donde trabajó Petipa, creador de la coreografía del jaleo de Jerez para Guy Stephan en 1845. Gabriela baila con zapatillas, Margaret Barbieri (notación Zorn-Laban) y Carla Fracci (notación Zorn) con chapines, taconeando ésta última en ocasiones. Las coreografías de Petipa se distinguían por la brillantez escénica y el énfasis en la técnica corporal. No se plantea Juan si esas mismas filmaciones han podido recoger una tendencia de bailes más “aliviados” técnicamente o considerar una corriente más estilizada de bailes boleros en entornos académicos. Parece que no considera válida la transmisión oral en el ballet (p. 97).

Sí nos parece interesante definir que la escuela bolera actual no son exactamente los bailes boleros del XIX (p. 101), ni tampoco las danzas de cuentas de finales del XVIII, aunque esto último ya lo sabíamos. Al igual que los cantes flamencos del siglo XX no son iguales que los del XIX o los preflamencos del XVIII.

Explica Juan que los bailes boleros (p. 104), al no ser tan técnicos en el XIX no son como la actual escuela bolera, los bailaban todas las clases populares, algo con lo que no estamos de acuerdo. Los bailes boleros eran bailados por profesionales y, a su vez, de forma paralela, a nivel popular se practicaban igualmente variantes más sencillas, pero no podían llamarse en sí mismos “bailes boleros de escuela”, sino boleros, seguidillas, fandangos, jotas populares, como hoy. Como hemos dicho antes, hay infinidad de referencias a los llamados “bailes de cascabel” y no “de cuenta”. Los tratados de danza dejan claros los pasos, mudanzas y el nivel de destreza técnico, entre unos y otros. Los llamados bailes boleros académicos surgen de coreografiar y estructurar los ejemplos de bailes populares, sometiéndolos a pasos y medidas fijas. Se hizo con la seguidilla, con el fandango y con la jota, por citar algunas danzas.

En este sentido, Fernando Sor, en su artículo Le bolero (citado igualmente por Juan en este libro), escrito para la Encyclopédie Pittoresque de la Musique de A. Ledhuy y H. Bertini (París, 1835), explica el proceso de creación del bolero desde la seguidilla, y su transformación a comienzos del siglo XIX. Sor explica que este tipo de danza llegó a ser muy popular, especialmente en los teatros, donde se bailaba en los entreactos, como Sor presenció en Barcelona en 1797. Pero pronto llegó a ser esta danza muy compleja, grotesca e incluso lasciva, perdiendo popularidad, a la vez que las variantes que se cantaban (boleras) fueron estableciéndose y generalizándose, de modo que permanecieron de moda. El siguiente paso, dice Sor, fue la remodelación de la danza, aproximadamente en 1801, por un bailarín llamado Requejo. Él dice que venía de Murcia, la hizo más lenta, más digna, graciosa y elegante, y se reemplazó la guitarra con una pequeña orquesta. Ésta era la forma que el Bolero tuvo en Francia y que estaba en boga cuando Francia invadió España en 1808. Dice Fernando Sor que los bailarines profesionales escaparon y aquellos que recordaban el baile y bailaban para el invasor, le añadieron pasos gitanos. Los franceses aportaron cosas propias y el Bolero que conquistó Europa, se volvió irreconocible. Esto decía literalmente Fernando Sor, presente en unas fiestas celebradas en Sevilla, en 1810, tras la ocupación napoleónica:

Entonces recurríamos a las mediocridades que, muy a menudo, las pagaba el propio gobernador, porque eran pocos los españoles que frecuentasen el teatro (...) Primero se pidió el Bolero; luego, se presentaron bailarines que el público no habría aceptado en el pasado, y no solo añadieron a este baile las contorsiones y brusquedad en los movimientos que Requejo había prohibido, sino que introdujeron gestos que solo pertenecen a los bailes de gitanas, bohemias de España. Allí volvieron a producirse las cabriolas y grandes aperturas, y para degradarlo aún más se introdujeron pasos en los que se golpea el suelo con el pie completamente plano, de forma sucesiva. Esta muestra se tomó de buena fe como verdadero baile nacional.

Sobre los cambios de Requejo, Sor dice:

Los codos solo deben elevarse a la altura de los hombros como máximo; las manos nunca deben sobresalir de la cabeza y rara vez alcanzan esta altura.

Vemos como el “agitanamiento” del bolero es señalado por Sor de forma muy clara en 1810.

Al respecto del afrancesamiento de los bailes españoles, el mismo año que Lázaro Quintana es tildado de cantante flamenco en 1847, un cronista de Madrid se queja del excesivo carácter académico de los bailes nacionales interpretados en los teatros de la Cruz, Príncipe e Instituto. El cronista pone el grito en el cielo por la forma interpretativa de los bailes del señor Vera: “[…] uno de los boleros que más conspiran contra nuestros bailes nacionales”. Esto decía el cronista en la noticia que en su tiempo rescató Faustino Núñez:

El señor Vera, que según parece, es el autor de todos estos bailes españoles, es uno de los boleros que más conspiran contra nuestros bailes nacionales. Sus composiciones pierden cada día más la sandunga española, y adquieren la forma y contornos de los bailes de escuela francesa. La única excusa que puede presentar el señor Vera, es que la mayor parte de sus compañeros los boleros de toda España, se van afrancesando cada día más. (El Español el 26 de diciembre de 1847)

Juan Vergillos, de la lectura del artículo de Bécquer La Nena,de 1862, se refiere a la artista como bailarina con apariencias flamencas (p. 146). Sin embargo, Bécquer dice lo contrario, se queja de la influencia francesa e italiana en su baile (al comienzo de su escrito Bécquer se queja sobre todo de la influencia extranjera en general y de la francesa particularmente). Esto decía Gustavo Adolfo Bécquer:

Después que las boleras han terminado su paso, que está bastante bien dispuesto y tiene figuras graciosas, aparece al fin la Nena. La Nena, tan airosa como siempre, tan ligera, tan esbelta, rebosando gracia, derramando sal, pero, ¡oh, dolor! inficionada de la manía común, vestida poco más o menos como una de esas hadas o sílfides de los bailes franceses. Un traje blanco, todo blanco, muy corto, muy hueco, con muchas gasas, muchas cintas y tules; he aquí su toilette, que toilette debemos llamarle.

Después de una corta escena de mímica, comienza un ole un sí es no es disfrazado, pero muy gracioso y movido con gracia. Decir con palabras lo que es el ole bailado por la Nena, es punto menos que imposible. Aun viéndola, no se comprende tanta ligereza, tanta desenvoltura, tanta exactitud en los pasos más difíciles. Cambia la decoración y lo que es habitación mezquina se transforma en calle […]

Lástima que en el paso mímico que tiene lugar en este cuadro segundo se recuerde más de lo que era de desear la mímica de las sílfides de la grande ópera; en vano se viste con apariencias flamencas; en su esencia, no lo es, y he aquí el inconveniente del argumento. El señor Moragas, el maestro que dispone el baile, no ha de inventar otra mímica, y la que se conoce, la admitida, es francesa, o mejor dicho italiana.

Salvo en el número final, donde la Nena recupera la esencia andaluza en su interpretación:

En este punto comienza lo mejor de la fiesta. La Nena se desembaraza de la mantilla, bebe algunas cañas de manzanilla a la salud de los presentes, y comienza un zapateado monísimo. […]

Al comenzar esta parte con que termina el espectáculo todo se olvida, todo lo hace olvidar aquella mujer con su rumbo, su trapío y su maravillosa e inconcebible agilidad; se olvidan las decoraciones, se olvidan los pasos mímicos, y los comparsas vestidos de color de ante y los arcos de boj del jardín y las estatuas y la toilette afrancesada que viste, porque ella sola es toda Andalucía, ella, que huye y vuelve, que se repliega sobre sí misma y se crece, que ahora da un desplante que levanta en peso, después una vuelta que aturde y fascina. Esa es la Nena, esa es la Nena, guardadora fiel de las tradiciones de Andalucía; de esas tradiciones que comienzan a perderse, de las que acaso en días no muy lejanos tal vez no quedará más que un recuerdo.

Vaticina un triste final para la esencia de lo español en nuestras ciudades:

llegará un día en que Toledo vea por tierra su histórico y extraño Zocodover; un día en que sus calles estrechas, tortuosas y llenas de sombra y de misterio, se transformen en bulevares; vendrá un tiempo en que el pueblo andaluz vestirá con blusa y gorra, como los obreros catalanes, trasunto fiel de los franceses; habrá más moralidad, tal vez más ilustración; en vez de reunirse en bulliciosas zambras a las puertas de los ventorrillos, acudirán al teatro; en vez de comprar los romances de los Siete niños de Écija, y cantar cantares flamencos, leerá periódicos y tarareará aires de óperas; todo esto es mejor, seguramente, pero menos pintoresco, menos poético; dejad, pues, que mientras se regocija el pensador y el filósofo, lloren su pérdida el pintor y el poeta.

El siguiente capítulo del libro abre con El nacimiento del flamenco: Los bailes gitanos o flamencos. En este apartado se pronuncia al respecto del término flamenco, afirmando no haberlo encontrado en la literatura anterior a las primeras décadas del XIX, ni en la tonadilla, aunque luego citará la gacetilla localizada por Faustino Núñez en sentido de arrogante (p. 124). Habla del cuchillo flamenco, aunque no menciona los trabajos de Luis Suárez Ávila al respecto.

En la p. 154 defiende que Steingress está en un error al distinguir un género nuevo cuando participan los gitanos, señalando entre bolero y flamenco, dos tipos de bailes andaluces. Dice que eran lo mismo aunque se llamaran distintamente. Lo que cambia es la forma de venderse el mismo baile. Estamos de acuerdo en parte: que se usó primero la palabra flamenco para formas que no lo eran aún en su estética, tal y como hoy la entendemos; pero también hay que admitir que hubo una transformación estética que lo alejaba del bolero académico también ya por esas mismas fechas. No obstante, el autor manifiesta que eran lo mismo. Nosotros pensamos que no fue así. Remitimos una crónica de un espectáculo en Málaga de 1856, rescatado por José Gelardo del periódico El avisador malagueño del día 29 de junio:

se cantó la Soledad acompañada de su correspondiente baile jaleado, y he aquí que el público se vio trasladado repentinamente desde el rico palacio de la Rica hembra, al rico burdel de una taberna: tal se hubiera podido conceptuar el teatro en aquella ocasión, al presenciar el verdadero escándalo que en él se produjo con el canto flamenco del nuevo castellano nuevo, el baile jaleado zapateado, &., y acompañamiento de gran parte del público. Nosotros apreciamos en lo que valen esos cantos y esos bailes, como diversión privada y puramente nacional, pero no la admitimos en un teatro.

Es un claro ejemplo del carácter de las formas flamencas de interpretación, señaladas ya para la Soledad (soleá), mientras una misma variante de soledad “depurada” se bailaba igualmente en estos teatros. No olvidemos que ya la soleá, así escrita soleá, aparece en 1850 una comedia de costumbres ambientada en Málaga: Tomasa la Trinitaria, localizada por Gregorio Valderrama. Aún hay datos anteriores del uso de esta palabra en la década de los años 40, antes de las versiones boleras. Recomendamos en este sentido el trabajo de José Gelardo “Dos bailes. Dos identidades. Escuela bolera. Baile flamenco” (Sinfonía Virtual 2013).

Sin embargo Vergillos, aunque afirma no haber diferenciación en el uso de la palabra flamenco para referirse a los bailes de entonces, se contradice en las páginas siguientes al admitir un progresivo agitanamiento o aflamencamiento en el baile desde mediados del siglo XIX (p. 155), lo que supone tener que admitir una diferenciación estética. Habla de nuevo (p. 158) en estas páginas de la “Nueva Teoría de la Historia del Flamenco”, aunque como hemos dicho, en la portada no señala su carácter de  “teoría”.

Menciona a Requejo como bailarín que convirtió el Bolero en baile de cuenta y escuela, lo que deja claro que hubo una interpretación académica alejada de lo popular, menos andaluza (p. 160) que él mismo reconoce, pero no se plantea esta forma hasta lo que él llama “Escuela Bolera” en el siglo XX. ¿Dónde ubicamos entonces el estilo del bailarín Francisco Miralles (1871-1832) que biografía Rosario Rodríguez Llorens?

Igualmente vemos una contradicción cuando se refiere a la bailarina Guy Stephan, como “bailaora por lo alto y por bajo”, en relación a las Escenas Andaluzas de El Solitario (Asamblea - 1845), cuando la describe con golpes y carácter gitano, o sea flamenca: “la primera flamenca con palillos”. Pero resulta que niega la diferenciación que hizo Steingress antes que él, al respecto del agitanamiento de los bailes, los cuales eran los mismos según Juan.

Señala el autor que no hubo bailes marginales gitanos (ocultos), que los gitanos cultivaron los mismos bailes que el resto de la sociedad. Lo hace apuntando cierta dosis de novedad, aunque hace décadas que la flamencología moderna lo viene sosteniendo.

Dice que Ortiz Nuevo se equivoca al distinguir los bailes de palillos, gitanos y flamencos como diferentes (para él son lo mismo) en las noticias de 1862, 1864, 1869 o 1871, donde aparecen como sinónimos (p. 178). Hay aquí un elemento importante que al autor obvia, y es que ya por entonces se señala la especialización del toque flamenco. En ocasiones se habla de “tocaores para lo flamenco”, como en 1865 en el salón del Recreo de Sevilla documenta Ortiz Nuevo:

Salón de bailes El Recreo. –El director don Luis Botella avisa a los aficionados que el sábado dos de diciembre darán principio los ensayos de bailes del país y cantos andaluces, asistiendo las mejores bailarinas de esta capital y dos parejas para los bailes de jaleo, y el afamado cantador José Llorente acompañado de un tocador de guitarra para lo flamenco.

Así que, parece evidente que se fue produciendo poco a poco una distinción estética a medida que fue avanzando el siglo XIX, desde aproximadamente la década de los años 40. Se puede observar igualmente en los documentos musicales. Lo flamenco fue primero una actitud, sin duda, un adjetivo primeramente, en uso en el ambiente madrileño de finales del XVIII con carácter de arrogante, altanería, chulería, que luego se aplicó a la forma de bailar, tocar y cantar, según nuestra idea explicada en nuestro libro Génesis Musical del Cante Flamenco.

En la página 188 del libro hay un error en la maquetación del texto, o en la redacción, porque se mezcla la guajira con el tango y se afirma que yo señalo la relación del tango con los canarios y zapateado, cuando lo hice con la guajira. Lo comento porque hace referencia a mi trabajo, para que no dé lugar a equívoco si algún lector aborda el libro.

Cita Juan a la caña de 1922 como primera grabación del estilo, pero no menciona el registro del Mochuelo de principios del XX (hacia 1905), o la de Chacón en cilindro de 1899, aunque esta última desafortunadamente sin localizar.

Al respecto de la guitarra (p. 201 y ss.) se manifiesta igualmente contrario a distinguir una forma flamenca, que identifica con lo andaluz nada más, citando técnicas comunes. Pero no entra en la sonoridad e intención de las músicas, la forma de marcar el compás, las estructuras musicales o el uso del alzapúa que distingue al flamenco.

En la parte final de este capítulo se manifiesta a favor de mantener que el flamenco nació unas décadas antes de 1894, en relación a la filmación de Edison de Carmencita, como evolución natural y agitanada de los bailes boleros, afirmando que antes bolero y flamenco eran sinónimos. Pero vimos antes que ya la a Guy Stephan la considera la primera flamenca en 1845.

En el capítulo 6 La Nueva teoría de la historia del flamenco, que usa como resumen, introduce documentos de su participación en el espectáculo Mudanzas Boleras de 2012 para justificar y demostrar que su teoría viene de hace más de una década (2009) y reseñas de libros, artículos en el Diario de Sevilla o intervenciones en videos que se pueden localizar en youtube.

En el epílogo final dice Juan haber contribuido a aclarar de forma definitiva “La historia de la danza española”. Pero ya hemos señalado que su libro se titula “Nueva historia del flamenco”. En este aspecto relacionado con la danza, deja sin estudiar prácticamente todos los tratados de danza históricos, salvo parcialmente el de Antonio Cairón. No estudia el código de pasos de las danzas desde el siglo XVI hasta la época flamenca, siquiera para constatar la continuidad histórica de los mismos. Cita a la seguidilla como danza del Renacimiento, cuando no aparece en los tratados de danza, no menciona danzas como la Alta, el Villano, la Gallarda, la Pavana, la Españoleta o la Folía; algunas de ellas se remontan al siglo XVI. Tampoco entra en el elemento lascivo asociado a los bailes de negros en el tango. Considera a los bailes flamencos de la farruca y el garrotín como del siglo XIX, aunque se crean ya en el XX (1904-5) de mano de Faíco.

Sobre el cante, inserta la reseña que realizara de mi libro Génesis Musical del Cante Flamenco al respecto de la seguiriya p. (297), en la que se atribuye la tesis de las seguidillas del sentimiento como posible origen del estilo flamenco, idea que no es suya. Yo mismo la explico en mi libro. Quizás esta parte del libro no llegó a leerla.

Igualmente manifiesta que no había en el siglo XIX especialización de cantaores para baile (p. 308). Sin embargo aporta el famoso cartel de la Fiesta del Salón del Recreo de 1867 (p. 182) donde figura explícitamente que se cantaba profesionalmente para el baile. Aquí un recorte ampliado del cartel:

Aunque ya lo podemos ver en 1865, como rescata Ortiz Nuevo (Se sabe algo… 1990):

Salón de Oriente. Calle Trajano. Su director don Manuel de la Barrera, pone en conocimiento de los aficionados que desde el sábado 26 darán principio las fiestas del país, asistiendo las mejores boleras con los trajes verdaderos andaluces y las aficionadas para los de jaleos con los trajes llamados macarenos y los boleros y aficionados vestirán el de currito; el director acompañará en las seguidillas y malagueñas a doña Amparo Álvarez (La Campanera) y tocará la guitarra el afamado Enrique Prado, que también cantará las malagueñas y danzas con varios tonos: La Campanera bailará el jaleo, haciendo las suertes de capear y matar el toro, cantándolo Ramón Sartorio, el más célebre para estos juguetes, y bailes de jaleos de todas clases. El divertido bailador y cantador Quiqui, cantará y acompañará a Dolores Moreno y otras, que tanto gustan en el jaleo, y de este modo alternarán los bailes del país con los de jaleo y canto de toda clase.

Inserta Vergillos tras el epílogo final distintas cronologías en danza, cante y guitarra, pero en muchos casos faltan fechas, aunque sean aproximadas.

La parte peor fundamentada del libro es la musical. Aparte de las incorrecciones señaladas al respecto de la seguidilla y la petenera, el autor cree que la presencia de un texto constata igualmente la antigüedad de la música, y no es así. Lo extiende igualmente al romance (p. 305), desde el siglo XIV, afirmando que se conserva hoy en forma de romance por bulerías en el flamenco. Sin embargo hay que señalar que el proceso de transmisión de las músicas es diferente al de los textos. En los Aires de la tierra del cantaor Silverio de Pedrell (1893) dice que hay soleares y seguiriyas, pero no es correcto.

Deja sin definir con profundidad qué es lo flamenco desde un punto de vista artístico, aplicado al baile, cante o toque, y esto según las épocas. Si admite que el flamenco nace unas décadas antes de 1894 debería de explicar qué diferencia por esas fechas lo flamenco del anterior bolero. Apunta (p. 227) que el zapateado no se hacía como elemento tan distintivo en el baile flamenco hasta el siglo XX, por influencia de la cultura norteamericana, tomando ideas de Meira Goldberg, quien no aparece citada, difundidas en sus trabajos Jaleo de Jerez and Tumulte Noir: Primitivist Modernism and Cakewalk in flamenco, 1902-1907 (2015) y On The Blackness of flamenco (2018) libro que fue reseñado por el propio Juan.

Afirma con rotundidad en varias ocasiones que no existe el folclore: “no creo que el folclore haya existido jamás”. También entiende el autor que la flamencología se refiere al flamenco como folclore, visión que tenía Demófilo en su tiempo, pero no es esa la visión que hay en el siglo XX, cuando se ha considerado de profesionales por los principales investigadores desde los años ochenta o noventa. El uso del término folclore tiene otra connotación, relacionada con las tradiciones de los pueblos, y la transmisión oral. Por ello no es correcto cuando el autor se refiere a las danzas tradicionales españolas -aplicadas a la danza académica- como antecesoras del flamenco, ya que no son tradicionales en este sentido, aunque sí que hayan tenido sus elementos dancísticos continuidad en ámbitos académicos. Al respecto del folclore, por citar tan solo un ejemplo de que el folclore existe y existió, puede consultarse la publicación de Julián Calvo Alegrías y tristezas de Murcia. Colección de cantos populares que canta y baila el pueblo de Murcia en su huerta y campo. Transcritos y arreglados por Julián Calvo (1877). Julián Calvo recopila los cantos y bailes en 1857.

Quedaría por dilucidar (para nosotros no) si las coreografías de bailes boleros transmitidas en la escuela rusa de ballet son imágenes falseadas de bailes pasados, como así afirma el autor, y que extiende al legado de los Pericet. El mismo Tchaikovsky introduce un bolero a 4 (Baile español) en El lago de los Cisnes, obra de 1875, que hoy se baila con una estética similar a lo que entendemos por Escuela Bolera, tal y como la define Juan, con pasos medidos, fría, académica, con zapatillas y elementos del ballet romántico. También encontramos un bolero a dúo en El Cascanueces (1892), estilo de similar estética al anterior, ambos coreografiados por Petipa, el creador de la coreografía del famoso Jaleo de Jerez que llevó a la fama a Guy Stephan y que dio carta de naturaleza trianera en la cofradía de los caballeros y damas de Triana que presidía el mismo Planeta en 1845. Si el propio Zorn, nacido en 1836, anota en 1877 la coreografía de una cachucha de similar estética a estos dos ejemplos románticos, y el ejemplo de Cachucha conservado en el ballet Mariinski coincide con el anterior, quizás nos estamos perdiendo algo de la historia de la danza española que no está contada en este libro.


 

 

Escrito por Guillermo Castro
Desde España
Fecha de publicación: Verano de 2021
Artículo que vió la luz en la edición nº 41 de Sinfonía Virtual
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ISSN 1886-9505


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