El guitarrista flamenco Pedro Peña, de larga y contrastada trayectoria artística, es heredero de un legado musical familiar que abarca varias generaciones, donde relucen los nombres de María La Perrata, Juan Peña El Lebrijano o su hijo Dorantes. Sus propias vivencias y la experiencia personal que ha ido atesorando a lo largo de su vida le llevan a plasmar en este libro su propia visión musical del flamenco.
El título da visos de por donde van a ir los tiros, destacando dentro de la etnia gitana a un conjunto de “flamencos” que desde siglos atrás heredan una tradición musical de canto y baile. Propone Peña su visión del origen del término “flamenco” y su asociación con “gitano” en base a una bibliografía parcial. Parece que este asunto para algunos no está resuelto aún, para nosotros Steingress ya lo dejó solucionado hace dos décadas.
Sus afirmaciones, alguna atinadas, otras no tanto, decantarán la balanza a favor de manifestar una visión sesgada del hecho flamenco, otorgando supremacía al intérprete gitano y a su entorno como lugar de nacimiento de los estilos más representativos: seguiriyas, soleares, tonás, bulerías y tangos, dejando del otro lado a los cantes derivados del folclore andaluz: seguidillas, jotas y fandangos que darán origen a las alegrías, tarantas, granaínas y demás derivados, cantes inferiores para Peña. Para afirmar esto se basa en supuestas evidencias musicales, siendo esta la parte peor fundamentada del libro, ya que además no aporta documentación que apoye muchas de sus afirmaciones. No encuentra el autor la contrapartida musical de los cantes gitanos en la música andaluza (p.158), motivo que sirve al autor para revitalizar la teoría de la etapa hermética del flamenco que promulgaba Mairena. Como no hay –para él– evidencias musicales de seguiriyas, tonás, soleares y tangos en el folclore, y habiendo existido grandes intérpretes gitanos en estos palos flamencos, la autoría de estos estilos por parte de los gitanos es innegable. Todo ello gracias a una herencia musical que se remonta a la época en la que aún vivían los gitanos en la India, la etnia de los “Luris”, colectivo de músicos profesionales que vio enriquecida su tradición musical hindú y persa a su paso por Bizancio y Grecia en su éxodo hasta su llegada a la Península en el siglo XV (pp. 58-63).
Debería Pedro Peña estar más a la última en materia de investigación musical porque, entre otras evidencias, el tango es sabido que como música de negros se conoció desde finales del siglo XVIII, y no fue flamenco hasta muy a finales del siglo XIX. Otra cosa es cómo se produjo esta transformación musical, que no trataremos aquí, pero en la que hubo artistas tanto gitanos como payos. Este simple argumento serviría para dejar el resto de sus afirmaciones en cuarentena. Pero es que, soleares y seguiriyas surgen de jaleos, playeras y algunas seguidillas sentidas: del sentimiento. La música existe, o al menos existió, aunque él nunca la haya escuchado. Otro tanto ocurre con tonás y martinetes que, sin duda surgen de los variados cantos de trabajo que podemos encontrar diseminados por toda la península; desde Asturias hasta Mallorca encontramos cantos análogos, aunque no exactamente los hoy cantados en el flamenco, claro, porque en estos estilos ya ha habido un proceso de definición artística que ha alejado a éstos de su padres, los cantos de labor. Si este proceso de superación artística lo hizo un gitano en una fragua, pues ¡ole por el gitano!
Uno de los mayores errores es considerar que la famosa cadencia andaluza: la menor, Sol, Fa, Mi la trajeron consigo los gitanos a la península (p.166). Llega a esta conclusión por simple deducción, ya que como el cante microtonal gitano discurre por esta secuencia armónica en cantes como la soleá o la seguiriya, y siendo los gitanos los principales cultivadores de este sistema musical, han tenido que traerlo ellos. Compara el modo musical del cante flamenco con el modo frigio griego, cuando debiera ser el dórico. Frigio sería el medieval, pero es que cuando escribe el raga hindú Bhairav y lo compara con el modo musical del flamenco (p.118) olvida dos bemoles que son necesarios para que ese modo de do tenga la misma relación interválica que la escala flamenca.
No dudamos nosotros de la importancia de los gitanos en el arte flamenco, ya sea como recreadores, conservadores y por supuesto también como creadores. Ahí están los datos para el que quiera dar con ellos, a algunos les tocará renovar su biblioteca, y cuando lo hagan encontrarán nuevos nombres. Desde siempre han formado los gitanos parte del proceso creativo y artístico, hasta cuando todavía no se llamaba flamenco, Tío Luis el de la Juliana, El Planeta, El Fillo y tantos otros, pero es que, estos artistas, antes de que cantasen seguiriyas y soleares cantaban serranas, polos, cañas, rondeñas y malagueñas, lo mismo que los payos, estilos ahora poco flamencos, poco “gitanos” dentro del repertorio actual, pero que en su tiempo “petaban” que diría uno de Madrid.
Si no hay soleares y seguiriyas al principio del siglo XIX es porque no existían como tal, y por ello tampoco dentro del repertorio secreto de los gitanos. Se crearon después con las músicas populares que circulaban por entonces: jotas, fandangos, jaleos, playeras y seguidillas, de la mano de artistas con capacidad de crear, artistas del cante y del toque y del baile, artistas de lo flamenco, ya sean gitanos o payos.
Su visión sobre que los no gitanos no tienen compás (p.146) no tiene razón de ser. La capacidad musical no depende de etnias, sino del cultivo y el acceso a estas músicas desde pequeño, algo que puede condicionar en el futuro aprendizaje, pero que tampoco es excluyente en esto del flamenco.
Lo mejor del libro está en su comienzo. Las anécdotas y vivencias que Pedro Peña ha acumulado a lo largo de su vida son un manantial de sabiduría flamenca y saber estar. Su experiencia como guitarrista flamenco es envidiable y puede enorgullecerse de haber “mamado” el flamenco desde la cuna, en casa, en familia, y de haber heredado una forma de tocar y sentir el flamenco de la que pocos jactarse.
La editorial Almuzara nos ha tenido malacostumbrados con la buena calidad literaria de sus primeras publicaciones en materia de flamenco. Últimamente algunas de sus ediciones dejan mucho que desear por la poca rigurosidad en materia de investigación, sobre todo en temas tan complejos como los orígenes históricos de los palos flamencos y sus músicas. Cuando alguien se plantea mostrar el origen, desarrollo, y transmisión de las músicas, danzas y cantos que pueblan el orbe terrestre, debe sacar las conclusiones tras haber agotado todas las fuentes de estudio posibles. Lo que no es de rigor es partir de una idea previa, personal, una teoría propia que sirva de punto de partida para entonces elegir las fuentes de estudio que se ajustan a nuestra idea, algo que ocurre en la postura de Pedro Peña. Las conclusiones deben extraerse siempre a posteriori, no antes. Está bien tener intuiciones o teorías, pero si los datos no confirman la hipótesis de trabajo no se puede demostrar simplemente con nuestras propias ideas o con argumentos insuficientes. Falta aún mucho estudio en relación a las músicas orientales, africanas o americanas y su relación con la nuestra, en las que hay puntos en común, pero también muchas diferencias, y precisamente algunas de estas diferencias son insalvables, y dejan en evidencia la importancia del legado musical peninsular como base del sistema musical flamenco.
Escrito por Guillermo Castro Buendía
Desde España
Fecha de publicación: julio de 2013
Artículo que vió la luz en la revista nº 25 de Sinfonía Virtual.
ISSN 1886-9505
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