cabecera
 



Indexada en EBSCO, Latindex, Dialnet, Miar, RILM Absracts of Music Literature, CIRC, REBIUN
 
 

ADIOS, MONA LISA (Ed. KATZ, 2010)
EL ÚLTIMO LIBRO DE ROBERTO ZAPPERI

Daniel Martín Sáez
Director de Sinfonía Virtual



(Nº 21, OCTUBRE, 2011)


Imprimir este Artículo

Ir a la sección de RESEÑAS

Ir a la edición actual

RESEÑAS


Leonardo da Vinci es considerado por muchos el mayor exponente del Renacimiento y uno de los artífices, quizá a la altura de Francis Bacon y René Descartes, de la Modernidad que nos caracterizará hasta el siglo XX. Giorgio Vasari –que tenía ocho años cuando murió Leonardo y, por desgracia, no pudo conocerlo– lo sitúa al inicio de la tercera parte sus Vidas, donde aborda el estilo correspondiente a la consumación del arte italiano, después de una larga lista de pintores, arquitectos y escultores que descubrieron y desarrollaron para la posteridad, comenzando con el trecento de Cimabue y Giotto di Bondone, las técnicas, modelos e ideas que marcarían el futuro de sus respectivas artes hasta las Vanguardias, liberándolas del primitivismo –según pensaban ellos– de la «Edad Media» (una denominación que comenzó a utilizarse, precisamente, durante el Renacimiento, para denigrar aquel larguísimo periodo que sólo se caracterizaría por «estar en medio» de las verdaderas épocas). Al mismo tiempo, Leonardo tiene algo de «antiguo», aunque siempre bajo una forma que no puede ser contrapuesta ingenuamente a lo moderno, pues representa nuestra visión del Hombre Universal, atemporal, capaz de abarcar todos los saberes humanos y hacerse cargo de la madre Naturaleza.

        Además de haber coqueteado con la Filosofía, la Música, la Ciencia y la Ingeniería, entre la Matemática de Pacioli y la Perspectiva de Brunelleschi, la Arquitectura y Anatomía del romano Vitruvio y las autopsias y disecciones de Marco Antonio della Torre, la Medicina, los aparatos de guerra, la creación de armas y fortificaciones, la confección de trajes y utensilios para juegos y fiestas cortesanas, la política de los Médici, los Sforza, los Borgia y Francisco I, la amistad con Maquiavelo y sus planes hidrológicos, los proyectos de urbanización, la Cartografía, los dibujos sobre reproducción y fetos, la Cosmología (heliocéntrica), la Geología, la Botánica, la Química y la Óptica, la comprensión de los fenómenos atmosféricos y las mareas, el amor por los animales, los bestiarios, las observaciones sobre insectos y las disquisiciones sobre aeronáutica a través del vuelo de los pájaros; además de todo ello, digo, que no es objeto de la presente obra, Leonardo tiene la virtud de haber dejado su impronta en las Bellas Artes, sobre las que realizó importantes experimentos e innovaciones en todos los ámbitos, siendo el primero en convertir a la pintura en un arte liberal.

        Mucho se ha especulado sobre Leonardo, al que ya en su época se consideró una especie de sabio, y no sólo un artista: sobre su pensamiento, su idealismo y su vida contemplativa, que rebasa el ámbito de su inagotable actividad. Para muchos, su estudio detallista de la naturaleza aparece en sus cuadros como un soporte esencial, pero secundario con respecto a la irrealidad del pintor y su doctrina. Frente a la imponente religiosidad del joven Miguel Ángel, con quien mantuvo un resonado antagonismo (con su punto álgido en la decoración del Palazzo Vecchio), el viejo Leonardo se muestra más cercano a la contemplación filosófica. Así lo dejó plasmado el más capaz de sus admiradores, Rafael Sanzio, en su magnífica Escuela de Atenas, cuando puso el rostro de Leonardo al personaje de Platón.

        Es este alejamiento idealista –que tiene como acompañamiento necesario la observación y experimentación contra las autoridades del pasado–, el que requirió la Modernidad para hacerse matemática y escéptica, copernicana y cartesiana, científica y filosófica, y donde la teología, aún no quedando eliminada, pasa a ser un simple componente entre otros. A partir de Leonardo, uno comprende que la Modernidad no consiste en una mera ruptura, vista en lo esencial como humanista, científica, experimental y realista, sino más bien en una especie de idealismo secularizado y filosófico, que obviamente incluye esos cambios, pero como un fenómeno derivado e inexplicable sin este soporte. En cuanto a la Gioconda, suele considerarse como la clave de bóveda del cielo de Leonardo, cuyas estrellas y constelaciones requerirían un abordaje artístico y científico, pero también filosófico y, en todo caso, imposible de ser comprendido sin atender a su movimiento y a la relación armónica entre sus partes.

        Lo mejor que podemos decir de la presente obra de Roberto Zapperi es que participa del espíritu artístico propio de Vasari: en ella, el lector encontrará ese chorro de luz propio de la narración que se admira a cada paso, la magia del descubrimiento, la estupefacción ante lo nunca visto. En esta historia sobre la Gioconda, que casi parece una breve novela de acción, Zapperi aborda la cuestión de la identidad oculta tras el retrato más famoso del mundo, y lo hace bajo una perspectiva privilegiada del Renacimiento, tanto en su forma de escritura como en su contenido, complementando con ello el comentario meramente historiográfico y científico al que estamos más habituados.

        Lo que Zapperi nos ofrece es una verdad poética poco común entre los historiadores, pero respaldada por los últimos descubrimientos científicos. La diferencia con Vasari, en este ámbito, es que Zapperi está curtido en el rigor académico del siglo XXI, mucho más preciso en esto que el renacentista, a través, por ejemplo, del estudio radiográfico de los cuadros. De hecho, una de las tesis principales de este libro consiste en una corrección al propio Vasari, cuya apasionante vida de Leonardo ha sido aceptada a veces con demasiada ligereza.

        Por otra parte, la pregunta sobre la Gioconda siempre ha sido considerada muy importante en nuestra cultura, pero convendría reflexionar sobre la razón y el alcance de esta insistencia. Esa mujer arcana, a la vez revelada y oculta tras la misteriosa técnica del sfumato, parece estar preguntándonos con recreo «¿podrías adivinar quién soy?», pero como añadiendo tras su irónica sonrisa: «jamás lo harás». Zapperi podría ayudarnos a desentrañar el misterio, aunque sólo hasta cierto punto. La tesis principal de su estudio, como queda despejado a través del título, es que la Gioconda no es la «Mona Lisa», sino Pacifica Brandani, una amante de Giuliano de Medici, hijo de Lorenzo el Magnífico y protector de Leonardo durante su estancia en Roma, desde que éste llegó a la ciudad en 1513 hasta 1516, cuando Giuliano falleció. «Gioconda» no sería un apelativo derivado de Giocondo (el marido de Elisa Gherardini o la Mona Lisa), sino el epíteto que caracteriza a la joconda y risueña mujer retratada.

        La Mona Lisa sería un cuadro distinto y perdido de Leonardo, como tantos otros, y  Zapperi intentaría mostrarnos todos los problemas de las interpretaciones contrarias, relacionados con la cronología de las obras según distintas fuentes y testimonios, así como comparaciones pictográficas que nos hablarían de influencias más o menos tempranas. Como es sabido, esta tesis sobre la cortesana Brandani no es nueva. Ya había sido tratada, incluso, a través del hilo conductor utilizado en esta obra. Pero Zapperi, como uno de los estudiosos más reconocidos y preparados del Renacimiento en la actualidad, aporta nuevas reflexiones y despeja nuevas contradicciones, muchas de ellas amparadas en estudios de última hora. Sea como fuere, su narración sobre «la verdadera historia del retrato más famoso del mundo» es fascinante en sus detalles y merece ser leída como algo más que verdadera historia.

        Porque, ¿hasta qué punto podría existir algo así como una «verdadera historia» del personaje retratado? La sonrisa esbozada de la Gioconda tiene una fuerza tal que acaba abarcando la totalidad de la experiencia visual cuando uno mira el cuadro. El retrato completo, a través de su sonrisa y su mirada, termina por convertirse también en un esbozo, en algo sin terminar y, por ello, misterioso, indecible. Lo importante de la Gioconda no es lo que muestra, sino precisamente lo que no está en el cuadro: la sonrisa final, la identidad, la verdad bien redonda, el resultado acabado y listo para ser entregado a la razón humana. La Gioconda tiene una gran fuerza porque anticipa el gran descubrimiento operado entre las postrimerías del siglo XVI y el inicio del siglo XVII, especialmente visible en Shakespeare y Montaigne: el escepticismo idealista que nos invita a preguntarnos sobre nosotros mismos.

        Lo más importante de la obra de Roberto Zapperi es su capacidad para trasladarnos a un mundo de incomprensión y fascinación, en un viaje plagado de preguntas sobre el retrato y sobre la vida de los personajes que influyeron en él. El valor de la narración histórica no está en quién sea la Gioconda, sino en la descripción apasionada que se hace sobre la Corte de Urbino y el ambiente cortesano propio de Castiglione, sobre Giuliano de Medici y sus amoríos, en esas fiestas repletas de pintores, músicos, poetas, humanistas y mujeres refinadas, y todo ello a través del viaje de Antonio de Beatis, quien al parecer conversó con el mismo Leonardo sobre la Gioconda y, según Zapperi, sería el único capaz de ofrecernos un testimonio fiable y directo sobre él, frente a los que prefieren el relato de un Vasari que ni siquiera conoció al pintor.

        Pero constituiría un descuido ingenuo por nuestra parte querer avanzar en la interpretación del cuadro encontrando tras él a la mujer concreta, pues, en sentido estricto, no es posible saber quién es la Gioconda, como no es posible saber quién fue Don Quijote o Hamlet. Si lo supiésemos, estos personajes perderían su valor y habríamos desbaratado con ello la capacidad del arte para suscitar nuestra duda y nuestra reflexión; caeríamos en el error de asegurar lo que deberíamos encontrar por nosotros mismos y en nosotros mismos, algo que nunca podría hacerse si proclamásemos la identidad desde el principio. De ahí que resulte fundamental otra tesis de Zapperi: que Leonardo nunca vio a la retratada, sino que tuvo que imaginársela por cuenta propia, y esto subraya más aún nuestra lectura, donde la Gioconda aparecería como la representación misma del escepticismo moderno.

        ¿Por qué si no iba Leonardo a cuestionar una y otra vez este maravilloso cuadro, acabado en 1505, pero retocado hasta su muerte y situado en la cabecera de su cama cuando contaba sus últimos días, en 1519, en el Castillo francés de Clos-Lucé? La narración de Zapperi, al menos, nos asegura algo que todos estábamos ya obligados a pensar: que esta obra es mucho más que un encargo de personas de buena posición, que su contexto depende de un personaje ilustre como Giuliano, que tras el cuadro se esconde la figura del amante, y no la mujer de alguien con dinero, que la pintura de la fémina recibe su nombre por ella misma, y no por la posición del macho, que estamos ante el idealismo moderno, y no ante el realismo aristotélico y siempre dogmático de la Iglesia.

        Sin duda, este contexto viajero, hedónico, inmerso en la fugacidad, es mucho más adecuado para comprender la sonrisa de la Gioconda y el mensaje revolucionario de Leonardo, incluso aunque no sea cierto. Las obras inacabadas del pintor –que fueron la mayoría–, sus máquinas festivas o sus arquitecturas efímeras, son sólo una prueba de su espíritu fugaz, de su contacto constante con el cambio. Una bonita leyenda nos cuenta que Leonardo, que era vegetariano, solía pasear por el mercado para comprar a cuantos pájaros veía, para después desenjaularlos y hacerlos libres. Es este entorno de libertad y movimiento, plasmado y perseguido por un sabio anciano que nos invita al carpe diem, el que nos hace comprender con la mayor fuerza que todos somos la Gioconda. Ella es sólo el cuadro a través del cual nos enfrentamos al gran misterio que somos nosotros mismos.

        Con dolorosa crueldad, también la propia pintura nos muestra que envejece, como vemos en sus cejas, desvanecidas con el tiempo. Lo único que parece mantenerse intacto en este cuadro es la sonrisa, que permanece como la nuestra cuando lo miramos. En ese momento, también nosotros nos preguntamos: «¿quién soy yo?». La ironía quizá resida en que la pregunta no tiene respuesta, en que la yoidad es muda y metamorfósica, en que sabemos de antemano que jamás podremos responder a la pregunta. Reconocerlo, bajo esa dulce sonrisa que se enfrenta al desconocimiento, habría sido el gran logro de Leonardo.


Escrito por Daniel Martín Sáez
Desde España
Fecha de publicación: Octubre de 2011
Artículo que vió la luz en la revista nº 21 de Sinfonía Virtual.
ISSN 1886-9505



PRUEBA_DESIGN-2014

 

 

SINFONÍA VIRTUAL. TU REVISTA DE MÚSICA Y REFLEXIÓN MUSICAL

ISSN 1886-9505 · www.sinfoniavirtual.com


desde 2006