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HOMENAJE A GLENN GOULD: EL PRIMER ARTISTA DEL SIGLO XX (I)

José Luis García Ameijenda
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(Nº 24, ENERO, 2013)


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HOMENAJE

Resumen

Quien tenga la paciencia para escuchar el número de veces suficiente la música que interpretó Glenn Gould en su piano, comprenderá de un plumazo los mismos sentimientos que traen todos los hombres anunciados. Mas solamente a algunos de ellos se les permitirá el habla. El pasado septiembre se cumplieron ochenta años desde su nacimiento y, un mes después, en octubre, treinta años desde su fallecimiento. Como otros grandes músicos, Gould murió muy joven, a los cincuenta años.

Palabras clave

Glenn Gould, Bach, Beethoven, Mozart.

 

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Glenn Gould no estaría en absoluto de acuerdo con las palabras que a continuación leerán sobre el significado de su obra, sobre su manera única de entender la música, sobre su modo desarmónico de comportarse en público, pero la verdad es que no tendremos demasiado en cuenta su apreciable opinión de artista cuando quisiéramos no errar en la nuestra. De los genios no hay que escuchar demasiado sus razones; son sus ejemplos los que han de revelarnos los toscos fragmentos de la verdad.
        El arte de la música encandila las almas de los hombres aprovechando el desasosiego que éstos padecen, dejándolos como más acabados de un sentimiento calmo que no termina de completarse en ellos. No buscamos la música para relajarnos, la deseamos en el acto libre de ejercer lo humano.
La audiencia de la música de Glenn Gould nos permite entender el significado de la verdadera cortesía como ningún otro manual de comportamiento podrá hacerlo jamás.
        Glenn Gould ha sido el músico más importante del siglo pasado. Su personal manera de sentir la música lo tuvo alejado de cualquier hombre que pretendiera juzgar o tocar el piano con seriedad y, sin embargo, nadie ha sabido doblegarse mejor que él a los sentimientos diferentes que los compositores han contenido en la música. Ese reblandecimiento mental, que no es otra cosa que madurez, le permitió entender la obra de aquellos otros músicos como ningún otro hombre lo hizo antes que él, elaborando las soluciones artísticas más elegantes sobre las obras acabadas de los mayores genios de la historia del arte, como si éstas no tuvieran todavía su forma rematada, como si cobraran vida o pulimento en un corazón distinto que las cuida y las entiende. Los compositores no pueden imaginarse las consecuencias últimas de sus propias obras, tanto como el hombre es incapaz de valorar sin la ayuda de los demás la belleza que viste y cuida sus actos. Por eso necesitamos de alguien cercano que nos estime sin cuidarse de lo que seamos, y que sin embargo nos quiera porque nos comprende mejor que nadie. Es éste el amor que guía al intérprete por la obra del compositor; el único amor verdadero por cuya culpa y sentido hubo de que quedarse Glenn Gould sin amoríos.
        Amar la música de estos grandes hombres significaba para Glenn Gould encontrar el carácter simulado que irradiaba de sus obras armonizándolo en el suyo, haciendo comprensible lo que traen los hombres de suyo en su humana peculiaridad. Porque el carácter que descubre el hombre en las obras de arte parte de una vivencia concreta que ha de ser comparada con el anhelo vital que anuncian los demás. No se puede obviar la comparación cuando hablamos de los asuntos del arte sin traicionar el buen gusto que ha puesto la Naturaleza en nuestro proceder vital. Para aprender no haremos otra cosa que no sea comparar; para detenernos en el sabor que desprenden las cosas dejaremos de hacerlo.
        Nuestros juicios estéticos toman sentido en el acto humano de comparar las diferentes emociones que siente el hombre hasta que las coloca en el lugar justo de su sentimiento. Este poner en orden los actos es un proceso acumulativo del conocimiento, en el que la persona trata continuamente de hacer encajar la realidad vivida con su ser, buscando desde el principio su propio interés, pero al mismo tiempo y por algún interés ajeno a nosotros, por el que sin embargo tiramos, se ajusta nuestro ser al entramado de lo real del cual se siente separado.
Por un lado, los juicios estéticos proceden de la comparación previa que de forma natural establecemos entre las emociones que hemos sentido al presenciar una obra o acto genial en un momento concreto de tiempo y las sucesivas veces que hemos repetido esa aprehensión del objeto artístico, ya sea cuando observábamos los relieves asirios del Museo Británico que luego supimos reconocer mejor en los libros, cuando alcanzábamos los últimos escalones de las escaleras interiores del Prado para llegarnos al apóstol de José de Ribera, o cuando hemos escuchado varias veces las dos grabaciones que hizo Andrei Gavrilov de la Balada número 1 de Frederic Chopin, para quedarnos con la primera que grabó para Emi.
        Nuestro acercamiento paulatino a la obra de arte no será sentido de la misma manera en el tiempo, pues en verdad no seremos los mismos sujetos cada vez que, degustándola, nos estemos acercando con más amplio conocimiento a la desnudez del hecho artístico. El deseo del hombre se mitiga en el conocimiento continuo que le florece de día para recostarse en la noche. No hay sentido de la vida que le interese fuera de lo que le hace sentirse vivo. El objeto de sus propios sentidos y el uso de ese objeto por la razón traen al hombre a significarse en la vivencia de sus sentimientos.
        Dos fuentes de conocimiento tiene el hombre, una primaria, la razón o sentido común, y otra secundaria, no comunicable ni demostrable, no menos importante, el sentimiento. La razón trabaja al margen del sentimiento, por instinto o regla natural de la que no se puede salir. Es labor de la razón encontrar los principios que rigen su manera de proceder, pues el modo en el que razonemos va a condicionar el tipo de sentimientos que tengamos. Un conocimiento mayor sobre algo, un juicio racional más completo sobre cualquier objeto, pero también sobre la realidad externa que condiciona la percepción racional de ese objeto, ha de modificar el sentimiento previo que éste nos provocaba. Por que no se siente y se quiere una cosa con justicia hasta que no se la rodea. Precisamente sabremos que la hemos rodeado cuando dejemos de desearla.
        La tarea más genuina que porta el hombre es la de expresar la realidad de sus dos actividades primadas, expresar un sentimiento bien afianzado en un razonamiento elaborado. En la medida en que esa expresión se ajuste a la realidad y la represente, su eclosión nos emocionará como salto de creación.
        El sentimiento más ajustado, el que se alcanza en la percepción de las mayores obras de arte, no es otra cosa que un sentimiento moral justificado por la plena razón. Por eso no nos emocionamos igual que de niños cuando leemos los cuentos del pasado, por que entendemos de otra manera las historias narradas en ellos; le cuesta más a nuestra imaginación obviar el conocimiento actual que tiene de la realidad y que le impide abarcar mundos aparentes que se saltan la lógica.
        Es por eso que la imaginación ha de trabajar y avanzar sobre lo que se le escapa al hombre en los últimos pasos de su curiosidad, para afianzar un conocimiento mayor de entero significado y sentimiento. El sentimiento es mucho más sutil que el placer para guiar al hombre en su curso y hacerlo avanzar.
        Tiene el hombre la limitación de no encontrarse siempre en la mejor predisposición para sentir o comprender algo, pero la única manera de que se le abran las cosas y se descubran los hechos a su intelecto, es la correcta colocación y ordenación de sus sentimientos en un lugar adecuado que le permita compararlos con lo poco que conoce de sí mismo. La relación que tienen todas las cosas entre sí permite hacerlas comprensibles y sobre todo, valorables.
        Algún primer conocimiento infalible, conciso en el proceder, para no comenzar desnudos nuestra tarea, ha de venir impreso en el alma.
        Podemos juzgar el rostro sereno de la pintura de Rafael o de un fresco prerrománico catalán cuando hemos almacenado los rostros de tantas pinturas que hemos observado. Los rostros pueden pintarse de muchas maneras, pero la serenidad no puede pintarse más que de una en la cara del hombre. Un amplio conocimiento de la pintura lo tiene quien haya mirado tantos cuadros como para descubrir el sentido ufano que reúne a los mejores, el pulso existencial que emana de la mirada universal de los retratados. En esa búsqueda no le hará mucha falta al hombre conocer cómo ha sido realizada esa pintura; es por eso el conocimiento de la técnica un elemento secundario en la apreciación de las artes. En cambio, le es de total importancia la cualidad de su contenido, el por qué esa pintura consigue emocionarle de tal manera. Hemos de añadir una sensibilidad previa unida a la capacidad excelsa que tienen algunos hombres para realizar algunas tareas concretas o alcanzar determinados pensamientos.
        Por que al final todos los hombres tienen la esencial capacidad de emocionarse en su particular comprensión de la realidad, con intensidades similares de sentimiento, ya que la finalidad que comparte la emoción es siempre la misma. Ninguna emoción sentida es falsa, simplemente algunas abarcan mejor, con más veracidad, de forma más amplia, el asunto sobre el que toma postura estética o moral. Quien se emociona con la música de John Coltrane, Miles Davis o Diego Clavel hasta el punto de afirmar que estos músicos son los mejores creadores que conoce (o que existen, llegaremos a decir), no podremos decir que ese juicio estético sea esencialmente falso, es en verdad menos completo, más particular, es una verdad de menor amplitud. Pero en su particular alumbramiento, en la valoración que pueda hacer de la música de John Coltrane, será más justo si cabe que quien sepa colocarlo en su lugar adecuado; por que en verdad es esta una música valiosa como lo son absolutamente todas desde el momento que podemos llamarlas músicas. Casi todos los juicios, hasta los que parecen más falsos, emiten su particular verdad sobre una mucho mayor e inalcanzable como perfección absoluta, no por ello carente de su esfera influyente en la realidad. Quien se desvive y desmorona con la ópera de Rossini no ha llegado todavía a alcanzar el significado último de la Pasión según San Juan de Bach; a quien las sinfonías de Brahms o Beethoven le parecen la música más hermosa y apasionante que cubre la tierra, no ha podido sentir con justicia la música de Josquin Desprez, Palestrina o Cristóbal de Morales. Quien siente en su seno que El clave bien temperado de Edwin Fischer, Wanda Landowska, Walter Gieseking, Friedrich Gulda, Sviatoslav Richter o Gustav Leonhardt..., cualquiera de ellos, es insuperable, no ha reconocido la belleza que contiene el Preludio número 8 BWV 853 en la grabación de Glenn Gould. Sólo quien haya escuchado las distintas versiones con premura, presintiendo que algo se esconde en ellas que no les pertenece, sabrá colocarlas en el margen atemporal que se merecen.

Por otro lado, los juicios estéticos se asientan en nosotros al compararlos con los afectos presumibles que creemos ver en los demás, cuando creemos comprender sus palabras, cuando nos compadecemos en la importancia que tienen sus obras para con nosotros. Esta comparación, más que una particularidad de nuestro conocimiento para aprehender la realidad externa, es en nuestra alma el vivo ejemplo de lo universal, de lo que pueden enseñarse los hombres unos a los otros en el ejemplo de sus vidas, en un contrapunto existencial que nos permite desenfrascar la esencia implícita de la realidad, que viene a sonar como si fuera música de otro lugar.
        El resultado de las grabaciones de Glenn Gould es más notable de lo que hubiesen podido sonar esas músicas en las manos de sus creadores primeros; dudamos incluso si sonarían mejor en la imaginación de sus creadores que en la cabeza y manos de este intérprete. Los matices que alcanza a expresar Glenn Gould no pueden estar prescritos en ningún pentagrama, el cual se encargará de alterar el pianista canadiense con sustancial cuidado, trascendiéndolo, por eso la labor adivinatoria del intérprete será de enorme importancia. A partir del esfuerzo colosal que el compositor es capaz de estampar en la medida de su genio en el pentagrama, la labor del intérprete consiste en reproducir el sentimiento del compositor con coherencia, casi siempre reconociéndolo de lejos y viéndole llegar, poniéndose en el lugar imposible de su creador, pero sin alejarse de su propia personalidad y sobre todo, descubriendo un sustrato común sin el cual no podrían los hombres comunicarse nada. Ese sustrato es la esencia del hombre.
        La partitura deja siempre abiertas infinitas maneras de acercarse a ella, aunque no todas sean igual de acordes con la idea general que rige y da sentido a la obra.
        Un intérprete puede hacernos amar una obra maestra musical o por el contrario, oscurecer su virtud. Por eso nunca conoceremos del todo bien la historia de la música mientras no tengamos grabaciones excelentes que la reproduzca.
        Esta actitud de regeneración artística que lleva a cabo el intérprete, es verdad, es de menor importancia que el esfuerzo obscuro de los movimientos del alma. La composición musical agita las facultades humanas acometidas por la mayor necesidad, todas en danza, en el libre juego de entendimiento e imaginación, dirá Kant en su Crítica del juicio. Por una mayor necesidad sentida y un esfuerzo monumental de la imaginación, el músico compositor permanece en el Olimpo de las artes por encima del intérprete.
        Pero es evidente que el siglo XX occidental ha sido musicalmente el siglo más débil de los últimos seis siglos, siguiendo el paso de la decadencia de muchas de las artes clásicas, en las que aún estimándose su tradición y belleza superior, caso de la música, la arquitectura o la pintura, no se poseen ya siquiera los medios sociales o la formación necesaria para mantener sus formas en uso. Pero sobre todo, hallamos el interés de la sociedad caduco en ellas, toda vez que la calidad de vida moderna nos permite un conocimiento y disfrute de las artes, como de la vida en general, que no nos empuja a la expresión de sentimientos que afloran mejor en los estados de escasez. Por que el hombre parece ignorar su necesidad vital cuando ha cubierto sus necesidades biológicas y se encuentra felizmente entretenido. Tampoco hallamos en nuestro tiempo la caladura moral que tenía la obra de arte en los siglos pasados.

 

        El nombre o la imagen de Glenn Gould como artista, así como los discos que ha dejado grabados, serán ignorados por una mayoría sensible que dice amar la música. Incluso a los pocos hombres que lleguen a escuchar sus discos y tengan la costumbre de echar un vistazo a los nombres de la carátula, les será su arte a menudo vedado. Otros pondrán su sentimiento en lugar apartado, guardarán la música de Gould en la estantería para otro momento en el que se sientan mejor preparados. Hay sentimientos que una vez dañados prefiere el hombre dejarlos escondidos. Alguno amará la obra del músico como a su figura pública le tendrá profunda simpatía, siempre tamizada por la visión y la pose del artista. En los vídeos de Glenn Gould presenciamos las maneras excitadas del hombre bueno. En su música queda el resto de su medida moral, como caricia de su mano artística a los hombres que admiró y trató de hacer comprender al resto. Tarea de su amor a la música, objeto de su compasión por el cuidado sufrimiento del hombre.

        ¿Cómo es posible que prefiramos la obra grabada de Glenn Gould a la obra escrita de los compositores del siglo XX? Porque podemos vivir en excelsa humanidad sin la música del siglo XX pero no podríamos entender ni valorar la magnitud vital de la música de Bach, Beethoven o Mozart si no hubieran sido grabadas sus obras por este músico.
        Como intérprete genial ha completado la tarea de la que se toca al héroe, superando como artista a los compositores más importantes de nuestro siglo; hablamos de Arnold Schoenberg, Maurice Ravel, Claude Debussy, Isaac Albéniz, Alban Berg, Anton Webern, Igor Stravinsky o Luciano Berio. Los nuevos espacios de significación que han horadado estos músicos han sido minúsculos, por muy diferentes, sintéticos y antagónicos que hayan sido respecto a la tradición anterior. Es verdad que dentro de la historia del arte nos interesa la obra del genio particular más que el valor o la existencia de una escuela, estilo o tradición; nos interesan los momentos aislados de enorme importancia en la obra del artista más que las vidas de sus dueños. Lo que separa la música de Josquin Desprez de la de Johannes Ockeghem no pudiera ser enseñado por nadie, la distancia de Tomás Luis de Victoria o Palestrina a un Francisco Guerrero o un Giovanni Gabrielli es imposible de abarcar desde la razón musical, el barroquismo de Bach es en esencia la fibra de un mundo separado e infinitamente diferente a las artesanías musicales de Haendel, Vivaldi o Telemann, la candidez genial de Mozart no se explica escuchando los ingenios de Couperin, Emmanuel Bach, Domenico Scarlatti o Antonio Soler; el romanticismo de Beethoven se aparta de todo romanticismo endeble cuando escuchamos la poesía de Schumann, Chopin o Brahms. El último gran músico que ya no pudo alcanzar la genialidad verdadera fue Richard Wagner, obstinado en unificar la obra de arte total, preludiando el agotamiento artístico en el siglo siguiente de las formas artísticas clásicas y dando paso a renovadas formas de expresión que, como el cine, han podido superar la vanidad que alimentaba al actor teatral delante del público para transformarla en una vanidad mucho más sutil; formas nuevas que hacen uso de la superioridad de la tecnología para dar más coherencia a la construcción de la imagen visual y del relato. Como siempre residen los elementos más importantes del arte en la voz del lenguaje escrito, hablado o cantado, con un poder de comunicación que no tiene la imagen en la pintura o el amparo corporal que brinda la arquitectura, aunque sean capaces de representar el carácter que traen los hombres forjado como destino. Otros ejemplos de artes vivas en nuestro siglo son la arquitectura y el urbanismo ligados al desarrollo científico, infinitamente de un sentimiento más complejo que los simbolismos abstractos de la pintura, o los vagos conceptos narrados en las acciones artísticas, o el empleo de la conmoción en la reivindicación social. Están todos estos fines mucho mejor expresados y defendidos en el ensayo literario. Lo que ocurre es que cuesta bastante más explicarlo mejor, y muy pocos tienen hoy la paciencia o la inclinación necesarias como para perder el tiempo en lo que no les entretenga la pasión. Sería hoy casi un milagro que se escribiera una buena novela rusa. La fotografía, por su parte, no deja de ser una actividad grata al pensamiento porque nos impresiona con facilidad la emoción y nos presenta el concepto artístico muy abierto; pero quien sabe salir a la calle y mirar con tiento, tiene los fotogramas recios que le ofrecen las caras en movimiento.

        Cuando un intérprete musical viene a ser considerado como el artista más importante del siglo XX no nos cabe otra respuesta que experimentar una elemental preocupación en cuerpo y alma; malestar estrictamente moral que, puesto ya en nuestro camino sin mucho remedio, emplearemos a gusto, interés y semejanza de lo nuestro, de modo que se nos acabe acoplando con satisfacción, para valernos de los efectos vivificantes de esta angustia moral en la construcción de una nueva manera de ser. Desde luego que ha de ser esta nueva manera más bella que la anterior, de lo contrario haríamos bien permaneciendo en el mismo lugar. Nos sentiremos en esta regeneración personajes más completos de lo que creeríamos haber merecido, mejor acoplados a la realidad que nos circunda las entrañas, más felices y seguros de nosotros mismos entre las presuntas arbitrariedades de los demás. Nos habríamos fabricado una manera de vivir de mucha mayor amplitud, en la que entraran las vidas de los hombres que nos son hostiles, una vida de lo más general, que tuviera en cuenta las preocupaciones de los demás, más verdadera, más esforzada e interesada en el conocimiento y toma de posesión de la bondad.
        Tomemos un disco de Glenn Gould. Empezamos por escuchar únicamente el Largo de la Sonatina Op. 67 No.1 de Jan Sibelius. No vamos a necesitar los allegros de la obra. Es Jan Sibelius el último músico por el que nos gustaría comenzar a hablar de la personalidad de Glenn Gould. La música para piano del finlandés podría parecernos insignificante en la historia del piano, sobre todo si nos atenemos a la opinión que de su música tenía Theodor W. Adorno. En su Glosa sobre Sibelius escribe que sus partituras tienen un aspecto mísero y beocio, se queja de su incapacidad para componer un mensaje comprensible y bien articulado, de no saber expresarse más que con motivos caducos, triviales e inconexos. Ese no saber moverse con facilidad en la composición, pensamos con Adorno, sitúa su música muy cerca del inconsciente, en el balbuceo de la razón y la claridad difusa que ofrece el sol cuando está bajo. Ese andar a tientas, tan común del siglo, le permitirá no obstante tocar de improviso el duro milagro.
        Pensamos que este Largo es una pequeña obra maestra (como son las obras maestras del siglo XX, blandas y confortables) que haría enrojecer a los Preludios de Debussy o a la Iberia de Albéniz. Es ésta la música que le hubiera gustado escribir a Federico Mompou.
        Nada tiene que ver este músico con Bach, nos recuerda mejor la grisalla de Beethoven en sus últimas sonatas. No es uno de nuestros músicos predilectos del siglo XX, pero cuando escuchamos el Largo de la sonatina de 1912 sentimos poder vivir toda la vida en su clima extremo. Los cuatro primeros segundos de la grabación de Glenn Gould representan la medida del tiempo pendiente. Tras ellos el hombre ha de aprender a caminar solo. Su concisión representa la inmovilidad de todo lo que no sea un ser humano, la debilidad de todo lenguaje intrépido que pretenda alcanzar el mundo. Tras estos cuatro segundos suspendidos se enderezan las piernas del hombre sujetas al contrapunto, su paso indeciso ha de revestirse de noble continuidad. La ausencia de ruido y la abstención que velan las vidas se sienten mejor en los paisajes nevados que añoraba el artista. El viaje al Norte es la superioridad del testimonio otoñal que recubre los campos, aunque toquen los dominios de la ciudad. Jan Sibelius ha sabido fijar un sentimiento de soledad del que no supo escapar. No hallamos gota de folclore por ningún lugar, particularidad que Glenn Gould no hubiera querido tocar. Aunque estamos de acuerdo con Adorno, sobre todo en lo que toca a la música sinfónica de Sibelius, hay que reconocer al músico en su mejor obra, que sabe sacar fuerza de flaqueza.
        Nos sorprende saber que no podremos encontrar otra grabación de esta obra que no nos resulte deshonesta al lado de la de Glenn Gould. No volveremos a Sibelius durante mucho tiempo, el necesario para olvidar y recuperar el sentimiento de la latitud extrema.

        No ha existido en nuestro siglo pasado pintor que superara a Glenn Gould en el empleo de los grados musicales del color, en la precisión en el dibujo de los contornos y el contraste de las diferentes figuras, en la profundidad espacial y la unidad bien articulada de la escena, en el brillo vibrante de los objetos, en la expresividad que tiene la penumbra, en la minuciosidad analítica de lo real y lo existente, en la distorsión narrativa de extrema subjetividad que da vida a lo irreal, en la coherencia compositiva y el desarrollo descriptivo que cubre entera una personalidad, en el carácter vivificante de traza moral en el que se encuadra la obra.
        No ha existido poeta que se acercara al sentido de la vida y al significado del sufrimiento, cuya voz tuviera la flexión suave del más ligero pensamiento, cuyo amor no se trabara en un cielo oscuro de razones tibias, enmascarado de viejo deseo insatisfecho. No se ha escuchado al aedo canto nacido de tan adentro, ni argumento preciso o bien hecho; ni tristeza tan clara caída en el alma, ni alegría expresada sin saber de su ánimo y esfuerzo. No ha habido palabra mejor dicha con menor peso, ni pensamiento sentido de tanto alimento.
        No ha existido arquitecto que llegara hasta el cielo, que supiera cubrir las manos al hombre cuando llega el invierno. Las teselas de vidrio, los adornos de pilastras y suelos, los dibujos dorados que sujetan el techo cobijan todos juntos al hombre sentado en madera de cedro. Sus pensamientos le traen a escuchar sagrado silencio. Cuando el órgano canta no hay voz que la supla ni veredicto más cierto. La dureza fría del pavimento, la delgadez de los muros que suben sin miedo, las bellas pinturas que podemos imaginar mas no vemos desde el suelo, la calidez del coro que oculta, pule y desgasta los hechos narrados del Evangelio, no sirven más que para ocultar a los hombres la luz y el contento, hacerlos creer que vivirán otra vida en quietud y ajenos al sueño.
        La música tiene la ventaja de tocar en realidad la vida de un hombre sin mancharle de faltas, de hacerle llorar sin salir de la cama, de enseñarle a sentir, querer y actuar sin que de bueno se traiga nada. Es la música la única de las artes que puede enseñar a distinguir la moral sin sentir obligación alguna. Es la más peligrosa de las artes, por que de lejos nos trae y de cierto no nos lleva nada, mas lo vivido se queda en nosotros como el sentimiento se guarda, respuesta que suena, de contenido sabia.

        Cuando reunimos a todas las artes en derredor nuestro nos inclinamos de natural a las que más nos conmueven, a las que mejor nos provocan, en la ayuda que se concede a la soledad del genio, a todas aquellas que menos indiferente nos deja el sabor de su paladeo, sorpresa intelectual de agrado dispar pero de resultado cierto con la que quedamos como almas restituidas, un poco más cerca de lo que debiéramos procurar ser con bastante más ahínco.
        Para afirmar que Glenn Gould es el mejor intérprete del siglo XX habremos de comparar su arte con el de los mejores pianistas del siglo, pero también con el de los mejores clavecinistas, violinistas, organistas, violonchelistas,...Tampoco podemos olvidar la maestría del director de orquesta para guiar un conjunto de músicos con sus instrumentos.
        Es evidente que no todos los instrumentos tienen la misma capacidad para llevarnos a alcanzar un estado sublime de ánimo. El instrumento, como le ocurre también a la persona, se distingue por su capacidad para expresar un razonamiento complejo que emocione a quien lo acompañe. Nos emociona la verdad de la música como nos liga la sensatez y precisión de un razonamiento. En esos momentos nos encontramos delante de una verdad evidente pero sin proporciones, inabarcable pero perfectamente sensible, en el límite de nuestro entendimiento pero reconociendo el lugar apartado donde se coloca.
        La facultad para emocionar la tienen todos los instrumentos en distinto grado. Cada instrumento alcanzará su propósito en la medida que reproduzca la emoción para la que esté mejor dotado; pues es evidente que no todos pueden acercarse a cualquier estado de ánimo por encontrarse su expresividad, su propia personalidad, muy determinada por su construcción. No existirá ningún instrumento superior a otro en la medida en que no hay instrumento capaz de reproducir mejor que cualquier otro todas y cada una de las distintas emociones que pueda alcanzar a sentir el hombre. El laúd, la trompeta o la flauta son capaces de alcanzar lugares a los que un clave o un piano serían incapaces de llegar. La diferencia está en los lugares a los que queremos llegar. Y esos, de nuevo, son irremediablemente comparables, perfectamente medibles, son preferibles los unos a los otros, por que todas las estancias anteriores se quedan en nada cuando llegamos a tomar las más amplias, las que en sus fueros las abarcan todas y desde las cuales cualquier otra puede sentirse en regazo.
        Es muy fácil para un violonchelo articular emociones de profundo dolor porque su propio timbre ya denota el lloro y el hundimiento extremo, su sonido particular nos recuerda el sollozo de la voz grave y doliente. El violín tiene un sonido menos quejoso que el violonchelo, es más ligero, más agudo para penetrar en algunos pensamientos a los que el violonchelo no alcanza. Tiene el violín una respuesta más rápida y flexible, es capaz de crear un discurso más claro y mejor articulado; además ostenta un carácter más equilibrado que la viola, el violonchelo o el contrabajo, es más neutro y tiene más capacidad para hacerse explicar gracias al timbre y a la vibración corta de los sonidos que reproduce, que no enmascaran el discurso. Algo parecido le ocurre al órgano respecto al piano, que puede alcanzar una intensidad mayúscula que nos hará vibrar el corazón como ningún otro instrumento, pero su sonoridad plomiza le limita su precisión, su sutileza y su rapidez en muchos momentos; o instrumentos como la espineta, el virginal y el clave, engalanados con una gracia muy rítmica, íntima y acogedora; con una punzada tan incisiva que es imposible encontrar un piano que se les asemeje. Sin embargo, no pueden alcanzar a expresar los sentimientos más humanos del hombre, ni los lugares que se oscurecen al avance de la razón, ni la luminosidad del contrapunto regio.

        ¿Qué es entonces lo que tiene el piano que no posee ningún otro instrumento musical? Su sentido polifónico es capaz de mantener en vela a la totalidad de nuestro intelecto, pendiente nuestra capacidad al completo para salirse de lo que somos y entrarse en la cabeza de los otros hombres como si la historia personal a la que nos inducen sus músicas hubiera sido desde siempre la nuestra. El sentido polifónico se encuentra perfectamente consolidado en las obras de mayor complejidad armónica y contraste dinámico. El rango emocional que abarca el piano trasciende la amplia tesitura que ha ido alcanzando su construcción a lo largo de la historia. No son tanto los diferentes pasajes de la narración, expresados con una mayor complejidad tonal, los que nos asombran la verdad; es la suavidad de su personalidad para matizar la expresión, las posibilidades que revela su timbre, el juego del apagado y la propagación de los armónicos, la propia resonancia de su caja como cuerpo y alma inmóviles, los que otorgan claridad y consistencia a un discurso enmascarado de lo humano. La musicalidad de la voz humana, cuando ha sido trabada con finura por la polifonía, es la única que puede poner rostro y júbilo a la expresión dolorosa de lo más humano.
        ¿Cuál es la música que puede acercarse, por tanto, a la música para piano de Bach, Beethoven o Mozart que hallamos en los discos de Glenn Gould? Pensamos en las mejores obras religiosas del Renacimiento, en la polifonía de Palestrina, Cristóbal de Morales, Josquin Desprez u Orlando di Lasso, en el Oficio de Difuntos de Tomás Luis de Victoria. También acudimos a las Partitas y sonatas para violín del mismo Juan Sebastián Bach, a las Suites para violonchelo, a las cantatas y pasiones del mismo autor.

        Glenn Gould fue siempre muy claro en la manifestación de sus gustos musicales, jugó siempre con la sorpresa y el sobresalto en sus apreciaciones públicas, alumbrando juicios generales inteligentes y bien considerados. Otras veces enunció sus preferencias con afirmaciones sorprendentes que entrañaban una particularidad tan extrema, generalmente obviada en la historia del arte, de modo que ha sido ésa su manera de martillearla a la multitud. Su músico favorito, lejos de pensar que no hubiera podido ser otro sino Bach, resulta que se llama Orlando Gibbons, virginalista inglés de una introspección melódica desconocida. Glenn Gould ha prestado verdadera atención a la música que se sostiene sobre una extraordinaria montura armónica. Constituyendo la armonía el elemento fundamental que sujeta y da firmeza al revuelo de la emoción, como la moral otorga belleza al comportamiento exaltado del hombre.
        A Gould le encandilaba toda música que se saliera del contexto previsible de su producción. Amaba la música conservadora de Orlando Gibbons o William Byrd por su postura original de transición ante la nueva manera de componer que se inició en el Renacimiento tardío. En opinión de Gould estas nuevas maneras empezaron siendo más rudimentarias que sutiles.
        La extrema sobriedad en el decir de Orlando Gibbons encaja a la perfección con la vestidura seca que protege a Glenn Gould, con la soltura del pensamiento que se sabe guardar para después. Gibbons es un músico que no necesita emplear toda su maquinaria musical para acabar explicando lo que no sabe.
        La Allemande (Italian Ground) se aleja de esa extrema sobriedad que tienen las misas, himnos y antífonas religiosas de Gibbons. Representa un sentimiento de alegría honrado y digno como el amor apocado de la ética protestante se rodea de paredes para propagarse. Ese saber agacharse es el henchimiento máximo de la razón que no puede obviar el paradero de su contenido.
        La Primera pavana y gallarda o el Hughe Asthon´s  Ground de William Byrd nos revelan el arte de un músico genial en el manejo de la música instrumental, de semejante valor e interioridad que su compañero.
Después de escuchar las grabaciones de estos virginalistas ingleses echamos en falta que Gould no hubiera grabado ninguna obra del burgalés Antonio de Cabezón, como el Fabordón y Glosa del octavo tono o el Tiento del tercer tono. Sin duda el rancio olor de lo español hubo de espantarle.
        Reconocemos la hazaña histórica de estos dos autores ingleses por la escueta grabación que hizo Glenn Gould sobre sus obras. Cuando escuchamos a músicos como Gustav Leonhardt, James Johnstone o Andreas Staier acercarse a estos virginalistas, agradecemos a Glenn Gould haber despejado perfectamente el camino. A pesar de disponer de interpretaciones con el instrumento original o en el mismo clave, que podría suponerse un instrumento más adecuado para este menester que el piano, resulta que la poderosa cabeza de Glenn Gould sabe diferenciar mejor los sentimientos sutiles de las palabras escritas de estos hombres y extraer de lo más profundo toda la savia que contienen estas obras maestras de la música.
        Ni antes de Glenn Gould, ni después de él, nos parece que hubieran existido estos músicos como ahora les conocemos.
Podemos distinguir la mejor música cuando un pianista canadiense es capaz de enaltecer la cultura de la nación inglesa aún mejor que lo hacen sus propios compatriotas.

        Pero una cosa es la música favorita de uno y otra muy distinta aquella que se separa de todo gusto particular, de todo interés, para cubrir la única necesidad por la que el hombre nace y para la que habrá de poner remedio a lo largo de toda una vida. Aunque esta búsqueda sea huera filosofía, será también el único ingrediente que haga diferentes a los hombres y por tanto, también a su música.
Esa necesidad ha sido expresada de todas las maneras posibles, dentro de los modales que la música de su tiempo le permitió, por Johann Sebastian Bach. Por esa razón ha llegado este hombre a ser el músico más importante de todos los tiempos.

        Salvando las limitaciones de los instrumentos de su tiempo compone Bach El arte de la fuga BWV 1080, obra que, hasta la fecha, ha sido interpretada con dignidad superior por Gustav Leonhardt e insuperada de nuevo por el hombre que nos ocupa. No han llegado más lejos los hombres en el arte de hacer sonar la música que los señores Bach y Gould en el contrapunto inacabado de El arte de la fuga. Amistad la de estos hombres que hubiera florecido en la Academia de Platón como la flaqueza sabe tomar asiento en el hombre.
        En la versión grabada de Glenn Gould hay que obviar, como pasatiempo irreverente del propio autor, los contrapuntos interpretados al órgano, que parece tomarse como un ejercicio didáctico de lo más entretenido. Y bien se le perdona esta desconsideración preparatoria; por que casi nos pesan menos estos contrapuntos que los de organistas excelentes como Helmut Walcha, Marie Claire Alain o Hans Fagius.
        Pero para dar infausto fin al recorrido de la música hay que pasar por dos contrapuntos de El arte de la fuga de Glenn Gould.
        En el Contrapunctus I  trasluce el timbre más hermoso que hubiera entonado piano alguno. Tiene el brillo de lo que todavía no ha podido ver el hombre pero bien se lo imagina. Es música que no descansa en su avance instruido, que cortés lleva la fuerza como instrumento de paz, palabra decidida que socava los sentimientos de los hombres para aprovecharlos todos a su beneficio. Bach nos deja claro que cualquier motivo es bueno para tomarse el sentido de Dios, por que esta música es más religiosa que cualquiera de sus misas, pasiones y cantatas. El golpe del macillo al alma es la única llamada verdadera a la que hemos de acudir. De la música más definida brota el sentimiento más abstracto que pueda dejar al hombre sin saber a qué atenerse, seguro, más fuera de sí, mejor que nunca y en su sitio.
        El piano de Gould no podría ser más claro en el mensaje más confuso, más certero en la dificultad, más precisa su mano en los contornos difusos del pensamiento. La delicadeza nos cubre tan solo una parte del cuerpo, que pareciendo concentrarse no nos toca apenas cuando huye.
        Las diferentes voces han sido generosamente invitadas a salir con suavidad, pero están bien amarradas al amor de la punzada terca e insistente. Esta es la música que hubiera soñado hacer Arnold Schoenberg.

        El Contrapunto XIV (Fuga a 3 soggetti) es la culminación vana de toda la música, de toda obra que pueda acabar el hombre antes de que perezca. No conocemos nada que pueda tener semejante hermosura. Vaya por Dios que el infatigable músico parece que no pudo acabarla. ¿O sí la terminó? A nuestro parecer no ha podido ser mejor resuelta, como acaba resolviéndose la vida del hombre, por sorpresa y en misterio.
        No sabemos si Bach no tuvo más remedio que morirse o, por el contrario, se quiso morir a su manera. Gould lo entiende perfectamente y termina El arte de la fuga de forma magistralAunque lo de menos es cómo lo termina cuando escuchamos los pasos insalvables del comienzo de este contrapunto, que parecen nacer de la nada hasta cobrar su sentido en un estallido armónico de vida que se repliega. La belleza singular que se desprende de la particularidad más extrema, la soledad angustiosa de lo que no parece conexo ni tener sentido, toma longeva calma en la unidad que las regenta, trayéndola hacía sí, enseñándole sus brazos en el amor propio que se le tiene. Es gesto hermoso del presentimiento que, sintiendo su trágico final, no se le altera la postura ni se le quiebra la voz.

        A Glenn Gould a menudo se le ha admirado y criticado por su excentricidad prodigiosa, por el virtuosismo desmedido de su genio o el egotismo terco de su conducta. Un apetito devorador inusual le ha conducido a registrar las obras más importantes de la música con aparente imprudencia y buen gusto. Empleó durante toda su vida un tempo vertiginoso desconocido en muchas de sus interpretaciones que, incluso desde el comienzo de su carrera artística, nunca llegó a emborronar la delgadez de las líneas barrocas injertadas al contrapunto.
        En su música se aprecia un ritmo insistente basado en sucesiones rápidas de notas que se acortan con suave precisión. La delicadeza inextinguible con la que mantiene los dedos en contacto con las teclas ha de ser contrarrestada por ese miedo a quedarse en ellas, por esa razón que les acorta la vida, tratando de no oscurecer el sentido mayor de la obra en el que se vuelcan los sonidos. Es la visualización clara del contrapunto la razón fundamental de la manera de tocar de este pianista.
        El empleo de ese staccato puede llegar a agotar la escucha ininterrumpida de una obra como El Clave bien temperado. Pero más que agotar nuestra cabeza, Glenn Gould llega a agotar la obra entera de Bach. El tamaño de obra semejante requiere siempre de una lectura pausada, como si fuera ésta obra grande de la literatura que, como El Idiota o el Don Quijote, no pueda abarcarse en un día.
        El clave bien temperado no está hecho para que escuchemos del tirón 10 o 12 preludios con sus correspondientes fugas. Primero por que habremos de volver a escuchar cada preludio o fuga varias veces seguidas. Han de escucharse muy separados, de uno en uno, casi todos los días, como así decían hacerlo aquellos románticos en los que no notamos demasiado su influencia.
        Es, sin ninguna duda, El Clave de Glenn Gould, el de más belleza que conocemos. Como ejemplo de su deseo primario de parecer distinto y llegar a serlo, tenemos el Preludio número 1 del Libro I, en el que no puede reconocerse en su comienzo a otro artífice sino Gould. Dejará Gould para el final de este manido preludio la grata sorpresa en forma de inusual tensión. Cuanta belleza inesperada.
        Pero es el Preludio número 8 del mismo libro el que convierte a Gould, otra vez, en el mejor pianista de la historia musical grabada. ¿Es este preludio un poco menos hermoso que el Contrapunto XIV de El arte de la fuga del que hemos hablado? Me temo que sí; aunque estemos ante el preludio más poético y condescendiente de todo El clave bien temperado.
        Podemos rebuscar en el juego musical en el que emplea Bach todo su arte para dar lustre y alterar el sujeto original de la pieza, ya sea transponiéndolo, aumentándolo, exponiéndolo invertido o en contrario, acoplado con belleza en el contrapunto más perfecto. Pero ninguna regla de composición musical entregará por sí sola el secreto constructivo de las artes cuando estén todas al servicio del sentimiento invitado del artista.
        Tenemos toda una vida para escuchar estos preludios y fugas y sacar de ellos todo lo que tenemos en nosotros, todo eso que no tiene nada de particular pero que nos hará sentir la única cosa valiosa del mundo. Lo que sintamos lo hemos de llevar cosido en soledad. Qué poco vale todo lo demás cuando no hace otra cosa que pedirnos algo, como si pudiéramos servirle.
        En el Preludio número 22 del Libro I sentimos tener la mandíbula sujeta y apretada, con el tempo extremo, continuo y exacto de la procesión erguida. Desfile de las almas que se llegan a purgar, a las que se les abren los cielos y se les permite otra vida regada de recuerdos. La fuga que le sigue nos ha sido entregada para guardarse junto a algunos contrapuntos de El arte de la fuga. Bach tenía un color de ojos bien parecido al de sus labios, el resto era todo blancura.

        Otro lugar que guarda toda la felicidad no sentida en la vida es la Fuga número 3 del Libro II. En ella se aúnan la aflicción que irradia lo ocurrido con la alegría prematura de la mañana. Es toda ella el justo sentimiento de esperanza en el hombre, que no puede dejar de hacer otra cosa que continuar su trabajo con ahínco, mientras su alma mira a otro lado, como quien anhela escuchar la llegada del padre con las llaves en la mano. No conocemos sentimiento más noble, de mayor agradecimiento, que el decir de estos dos hombres reunidos en la distancia. Todas las casas honradas deberían tener un clave bien temperado.

        Los rescoldos recónditos de esta versión de El Clave bien temperado son infinitos y se hallan bien ocultos, su tizne singular nos dibuja la medida que hemos alcanzado en vida, sugiriéndose a tiempo y templándose en nosotros.
        Quizá el único músico que también ha sido capaz de grabar esta obra con profunda originalidad haya sido Friedrich Gulda, con el sentimiento perfecto del exceso; sobrio y sosegado, que bien sabe expresar el instrumento elegido para la grabación, que también resulta ser minucioso y trágico. El contraste vertiginoso de los tempos y la dinámica sostenida le da un aspecto alegre y satinado, el timbre ahuecado, huidizo y hasta huraño contrasta con la levedad y la transcendencia de la partitura. Aunque parezca una versión más ortodoxa de la obra, la corrección del fraseo de Gulda nunca llega a la perfección de Gould, ni la tímbrica y ornamento del primero penetra en los lugares reservados del genio.

        Glenn Gould sería reconocido en los salones de la alta fidelidad del mundo por su primera grabación de las Variaciones Goldberg. El Aria inicial abría un nuevo campo de significado que Bach, desde su clave, no hubiese podido imaginar. Y llegaba de mano de un joven precipitado, de las maneras preclásicas de un cuerpo de traza adusta y encorvada que iba a obviar toda consideración para hilvanar su pulcra manera de respeto. Ningún tacto semejante había entrado nunca en los hogares del estado de bienestar, ninguna alegría invernal podía imaginarse después de haber probado la tormenta en la Variación 1. ¿Nuestra variación favorita, señor Gould? No, no son horas para la Variación 25,  no vamos vestidos para ello. Ya que estamos despiertos vamos a bailar toda la noche hasta que nos caiga la debilitación del cielo. Suene entonces la Variación 12 y la Variación 27, pero sobre todas, repítase toda la noche la Variación 22 mientras permanecen encendidas algunas luces en la ciudad poderosa de América. En el agotamiento nada nos sirve mejor al sueño que el Aria inicial de la segunda grabación que hizo Gould en 1981. Solamente repitió Gould la grabación de una obra a lo largo de su vida, y resultó ser la última, quedando en la segunda grabación de Las Goldberg un contrapunto mucho más transparente que se deriva de su aprendizaje técnico, una respuesta sentida mucho menos airada que en su juventud y un sentimiento de voluntad más libre pero de contenido más melancólico por inevitable. ¿Hubiera vuelto a grabar la Arietta de Beethoven si hubiese tenido más tiempo?

        Después de estas obras, y sin poder mencionar nada de la milagrosa grabación nunca realizada del Ricercar a 6 de la Ofrenda Musical, de la que Gustav Leonhardt nos ha dejado una muestra que parece insuperable, tenemos que colocar las Partitas para clave, las Suites francesas y las Suites inglesas.
        En las Partitas para clave sobresalen los movimientos de sarabanda como asoma la seguiriya en el conjunto del cante flamenco. Ninguna gota de obscenidad ni color irisado en estos momentos de dolor conciso y vertebrado. Mencionaremos la Toccata de la Partita número 6 como otro momento crepuscular que parece repetirse con facilidad en la vida de Johann Sebastian Bach y que a nosotros nos produce dolor. En cambio, en la sarabanda de esa misma partita, parece el instrumento agudo de Gustav Leonhardt penetrar mejor el sentido que en la grabación de Gould.
        Queremos también destacar el modesto Preludio BWV 924 que se ha incluido generalmente como complemento a las grabaciones de las partitas de Gould, cuyo desenlace es todo un orificio de escape en la hondonada de la metafísica.

        Si Bach nada más hubiera dejado escritas las Suites francesas o las sofisticadas y sencillas Invenciones y Sinfonías, su obra para tecla seguiría siendo la más importante de la historia, seguida de lejos por la de Beethoven. De las Suites francesas nunca podremos obviar el Minuet segundo de la Suite francesa número 1, sentido propio de la poesía y como siempre en la música, vacío de todo lo que podamos decir por ahora, o la Alemanda de la Suite número 2. Ninguna de éstas necesita sentir envidia al admirar a sus compañeras de El clave bien temperado. Otro ejemplo, la melodía de la Sarabanda en la Suite francesa número 3, más que sentido musical, parece poseer la reverberación de la palabra y la dicción del habla.
        En la suites inglesas volvemos a encontrarnos las mismas sarabandas hermosísimas, quizá no tanto como las francesas, es el caso de la Suite inglesa número 4 o de la número 1.
        Las Toccatas BWV 910-916 nunca han sido las obras predilectas de Glenn Gould por alejarse del monumental contrapunto que posteriormente conseguiría el maestro; y sin embargo son, junto a las Invenciones, unas obras de enorme austeridad poética donde se deja patente el sentido horizontal más perfecto que podría haber alcanzado músico alguno. La invención melódica se multiplica como una sinfonía que tuviera mil movimientos esperando aparecer. Las Toccatas BWV 913 y BWV 914 dan comienzo a los mejores pasajes sinfónicos que conocemos, los que nunca parecen agotarse del todo y reanudan la vida con firmeza y esperanza. Llevan la juventud portentosa del Presto del primer Concierto italiano que Glenn Gould grabara en los primeros años cincuenta. Jamás volvería a reproducir semejante entusiasmo en este concierto; no tendría ya edad para esos menesteres.

         Glenn Gould no sólo ha sido el pianista que nos ha concedido en su obra el cuerpo dignificado de Bach, también ha entendido la repercusión de la música de Beethoven haciendo menos ruido que el músico de Bonn, pero sabiendo llamar mejor la atención mirando para otro lado. Con un alardeo de la técnica insignificante, con un instrumento menos propicio al sobresalto de la batalla o al centelleo brillante de la autocompasión romántica que la de algunos titanes del piano. Glenn Gould nos ha mostrado un Beethoven paciente que mira los resplandores desde la ventana, que siente todos los amores idos en su juventud y el final del goce de los sentidos. Es un hombre ciertamente dolido que ha tenido que aprender a soltarse de su atormentado resentimiento haciendo lo que mejor sabía hacer, componer y tocar. Se sabe un hombre tocado que se duele de no ser entendido. Aguarda por tanto su sino cantándolo.

        Quiso el joven Glenn Gould sorprender al mundo con su grabación temprana de las tres últimas sonatas para piano de Beethoven, repertorio al que se habían acercado con cuidado los pianistas más consumados. Y lo hizo extremadamente bien en el Andante de la Sonata número 30 op.109, aunque le faltara la serenidad del hombre viejo airado. Sin la gravedad de registro y la potencia de los colosos del piano, pero con la misma velocidad vertiginosa de las Goldberg, con la impaciencia por resolverlo todo y la sensibilidad soberbia del joven visionario.
        El fraseo tiene una frescura que jamás hubiera podido imaginar Beethoven y que en efecto esquiva la gravedad que tienen estas obras alterando buena parte de su carácter original; pero tienen estas interpretaciones la seguridad y la desenvoltura del genio, de aquel que puede salvar la altura de los problemas irresolubles del compositor para resolver con profundo optimismo. Nos importan poco los lugares que pueda alcanzar una interpretación cuando se han tomado con la fuerza de lo poético.
        No obstante haremos bien en escuchar la versión del Andante de la Op. 109 de Sviatoslav Richter en directo (Brilliant classics) para quedar estupefactos y convencidos de admirar, ahora sí, la cara pública de Beethoven. Tenemos delante la grandeza del otro pianista genial del siglo XX. Completamente distinto a Gould en su manera de ejecutar la música, Richter se arrojaba al piano con el instinto abierto, con la fuerza descomunal impropia del hombre, con una terquedad impulsiva más precisa que analítica. La soberbia pianística era de naturaleza distinta a la de Glenn Gould. Richter ha explotado la grandiosidad dinámica del instrumento como lo hicieron Emil Gilels, Vladimir Horowitz o Claudio Arrau en sus interpretaciones magistrales, también la sonoridad preciosista del timbre romántico, y aunque a las últimas sonatas de Beethoven le sienten perfectamente estas cualidades intempestivas, la esencia de su belleza no se altera sin ellas.
        La Arietta de Beethoven es el movimiento más perfecto que existe de la sonata para piano, hasta el punto de que no necesita ninguna porción previa que la explique, ni nada que la sobrevenga. Ella misma se da el comienzo, se desenvuelve y se termina; sin necesidad de recurrir a la confrontación con el primer movimiento, del que Wagner diría ser la voluntad en su dolor y heroico deseo. La Arietta contiene pasajes de serena sencillez que vienen a aclarar la obra tardía de Beethoven, algunos presentan el aspecto novedoso de lo que no puede tener continuidad. Pero en la medida en que Beethoven emplea un lenguaje naciente, asoma la rusticidad y la ilusión preclara de todo comienzo, siempre bien mezclada con la maestría consumada del buen hacer de un genio.
        No es la mejor grabación de Beethoven que haya terminado Glenn Gould, tampoco confiamos que su mano pudiera haberlo hecho significativamente mejor, como supo mejorar lo hecho cuando grabó por segunda vez  las Variaciones Goldberg. Necesitamos escuchar la Arietta a Claudio Arrau o la Hammerklavier a Emil Gilels para tomar otra posición ante estas obras tardías.
        Aunque el carácter de Glenn Gould no se haya identificado demasiado bien con la grandilocuencia de éstas últimas sonatas, ha sido sin ninguna duda el mejor intérprete de la obra para piano de Beethoven.
        Tendremos que empezar por la primera, con el Adagio de la Sonata número 1 op.2 No.1, a la que justo después de alcanzar la Arietta y siempre de la mano de Glenn Gouldquerremos volver para sentir descansar nuestra vida a su lado, por la simplicidad de la espera y la suavidad del tacto de su brazo. Estos lugares ya eran comunes al alma temprana de Beethoven, cuyo deseo le permitía alcanzar lo que su aprobación le escondería.
        Este movimiento no es pretencioso como los son muchas de sus sonatas, por eso brilla por encima de ellas. Su luz no es cándida como suele serlo la de Mozart. Esconde los más severos presentimientos y se le nota.
        En el Largo de la Sonata número 7 op.10 No.3 la escritura nos enseña con crudeza la verdadera problemática de Beethoven, expresada a partir de entonces con una sinceridad nueva en el arte; el hombre se ha tomado la ocasión de volver a sí mismo para ponerse normas entre tanta fantasía y sueño libre de la razón. Beethoven novela lo clásico con la manera nueva de su tiempo, más personal sin duda que en los esquematismos de la ilustración, pero al final con similar funcionamiento.
        Pero es el Andante con moto de la Sonata número 23 Op. 57, la Appasionata, la que saca a relucir el arte imperecedero de Glenn Gould. Si el primer movimiento espera preparado para un hombre como Richter, a la superioridad intelectual del segundo solo se llega con la interioridad mejor sopesada, con la tranquilidad de quien guarda la verdad y aprende a caminar tranquilo. La calma trascendental viene a armonizar y recogerse en la escudilla común que porta el hombre. Los caminos de la gravedad son de suavidad infinita. Es la misma suavidad de otra gran obra maestra, probablemente la mejor obra para piano de Beethoven, hablamos del Andante cantabile e grazioso de la Bagatela número 3 Op.126 cuya grabación en estudio de Gould fue ampliamente superada en el vídeo realizado para el Concierto del Bicentenario de Beethoven. Si las Variaciones Goldberg han quedado como la obra que mejor ha identificado el público a Glenn Gould con la música de Bach, habría de ser esta bagatela el culmen que identificara a Gould con Beethoven.
        Quedan fuera las Variaciones Diabelli, que Gould no grabó. Aunque su sentido formal entronca en muchos momentos con el aperturismo de la Arietta, nos deja esta obra un cierto regusto de baile deshonesto. Las versiones de esta obra que grabó Sviatoslav Richter ponen de manifiesto el ejercicio de virtuosismo reluciente al que Gould no se sentía nada adscrito. A cambio Gould nos dejó grabado un disco con algunas variaciones de Beethoven cuya escucha completa nos lleva a las cumbres despejadas del encanto y la poesía. La heroicidad sensata que tiene la última variación de las Op.34 nos deja entrever lo que podría haber hecho este pianista con algunas variaciones excelentes de las Diabelli. Pero incluso llegamos a preferir las variaciones tempranas de la WoO 80 a las mismas Diabelli.
        En la Variación primera de las Variaciones Eroica queda clara la superioridad de Glenn Gould incluso para el baile dichoso. No diríamos jamás que la fuga final de las Eroica no está bien construida, pero después de escuchar las de Bach ésta nos parece primitiva, o quizá demasiado moderna y falta de pureza.
        La variación previa a la fuga, la última de todas, es otro de los lugares reservados que no encontramos en las arquitecturas firmes de los hombres, ni mucho menos en la pintura o la poesía; tampoco en los rostros esculpidos y amedrentados; tan solo nos puede satisfacer ya el arte consumado en las caras de los hombres que dejamos.

        No vamos a entrar a valorar los Conciertos para piano y orquesta de Beethoven, dado el poco gusto que tenía Gould por esta forma musical que consideraba desfasada; forma que da pie, y es verdad, a los pronunciamientos musicales más ególatras en los que el piano no es otra cosa que vil instrumento, sin que pueda convertirse en fin de sí mismo. El mejor concierto que se haya escrito jamás, el Concierto no.4 para piano y orquesta de Beethoven, siempre que obviemos los Conciertos de Brandemburgo y otras obras semejantes del gran Cantor de Leipzig, podemos escuchárselo a Emil Gilels y Kurt Masur con la Orquesta de la URRS.
        Mucho más provecho tienen las adaptaciones para piano que hizo Franz Liszt de las Sinfonías de Beethoven, pianista por el que Glenn Gould sentía poco aprecio. Estos arreglos habían significado el trabajo más importante en el que se hubo aplicado la imaginación maquiavélica del señor Franz Liszt. Sobre ellos aplicó Glenn Gould sus medidas correctoras. Esta afirmación de Gould sobre Liszt, aunque sea un poco irrespetuosa, esconde una verdad mayúscula que no podemos obviar. No nos gustaría dejar olvidado en el sombrero del húngaro el Soneto del Petrarca de Claudio Arrau.
        El Segundo movimiento de la Sinfonía Pastoral suena aún más idílico en el piano que en la orquesta romántica. Por que la ingenuidad vigorosa de las Sinfonías queda mejor expresada en el pequeño teatro musical del piano, donde las bellas melodías nos encantan y nos enamoran mucho mejor a menor tamaño. Algo parecido le ocurre al Andante con moto de la Quinta sinfonía, pero sobre todo a la apoteosis del Allegreto de la Sinfonía número 7, donde Gould sabe mantener un sentido escénico sublime en uno de los movimientos más creíbles de toda la historia de la sinfonía.

        No podemos hablar de las transcripciones para piano sin hablar de la mejor composición de Glenn Gould. Su disco Glenn Gould, compositor no acaba de ser una mera curiosidad sin ningún peso en la historia de la composición, pero hemos de hablar sin mesura del arreglo que hizo de El idilio de Sigfrido, pues supera con creces la composición original de Wagner, novedad artística que tan solo hubiera podido acontecer en las recreaciones del siglo XX. Obra que precisamente nace desde el material vivo de otro autor, volcado por fin el sentimiento del compositor no tanto en sus problemas personales como en el desasosiego que los demás callan y todos padecen, acercándose la música cada vez mejor a su sentido ético original.

        Aunque las transcripciones que elaboró Glenn Gould de las óperas de Wagner son las mejores obras que tiene este género musical, es este Idilio de Sigfrido una obra para piano completamente original, en el que hallamos un contrapunto revelador que no existe en la obra de Wagner aunque se insinúe, trasformando una de las obras menos wagnerianas en la obra musical más importante gestada en el siglo XX. Composición que no hubiera podido tener fecha de nacimiento si los compositores de La escuela de Viena no hubieran llenado los campos salubres que cultivaban los hombres con una niebla fatua y luminosa que no volvería a permitir que se sembrara la luz en sus tierras. ¿Qué son los últimos ocho minutos de esta música? ¿Por qué traen este dolor?

        Para culminar la obra de pianista, Glenn Gould no tuvo más remedio que grabar las sonatas para piano del tercer genio musical del instrumento de tecla, Mozart. Parece que lo hizo con gusto a pesar de no dejar pasar la ocasión para poner en su sitio al músico primado por la historia. Es con Mozart con quien Gould se tomará más libertades que nunca, habida cuenta de que las interpretaciones de sus obras eran bien conocidas por el público. Pero la libertad puesta en escena es insignificante comparada con el candor que pone Gould en estas obras, con el sonido cuidadoso, de dulce martilleo, que emplea como nadie, con la rítmica más grácil y elocuente que podamos imaginar en la mente de un niño con maneras de adulto malcriado.  El tempo lento que emplea Gould no es de este mundo; en él se siente como pez en el agua para alcanzar los lugares ingenuos de la infancia, donde los dolores no existen sino como pérdidas pequeñas de la amistad. Del Andante de la Sonata número 1 K 279 no sabemos reconocer el habla, ¿es acaso la de un niño inocente? ¿o la de una mujer suave y sabia? Imposible que no fuera otro que el de un hombre que fuera mujer y niño al mismo tiempo, que no conociera la naturaleza diferente que traemos todos para expresarla bajo la misma palabra. Lo mismo ocurre en el Adagio de la Sonata no.2 K 280, pero con una tensión sobrehumana que Glenn Gould sabe mantener a raya para que sobresalte su sabor.
        En el Andante un poco Adagio de la Sonata no.7 K 309 la madurez de Mozart no es menor que la viveza de sus juegos y recuerdos. Si Beethoven anhelaba escribir su nuevo porvenir, Mozart no tenía prisa por salirse de los caminos de siempre, sabiendo que con su imaginación prodigiosa podría entretenerse toda la vida.
        La Sonata no. 8 KV 310 es una de las mas hermosas sonatas de Mozart. Si Mozart hubiera podido escuchar el Allegro trepidante de Gould hubiese dejado a su suerte el viento de todas sus óperas. Puede que no escuchemos el espíritu de Mozart en esta manera brusca, mas ahora necesitamos silencio tras escuchar su sentencia. Por que el Andante cantabile de esta misma sonata es una de las mayores obras escritas para un piano que habría de llegar y que en efecto llegaría de la mano protegida.
        Otra vez, el Andante con espressione de la Sonata no. 9 K 311 no puede entrar más que a formar parte de nuestra música favorita, para hacernos sentir ahora las rusticidades incómodas de los virginalistas ingleses. Otro señorío muy diferente a la tradición, otro abolengo irreconocible, tiene este hombre pequeño y misterioso que no llegamos a entender más que en su música universal.
        Las sonatas de Mozart de Claudio Arrau, Maria Joao Pires o Gustav Leonhardt es mejor que las hayamos escuchado enteras si no queremos dejarlas a medias.
        El Andante grazioso de la Sonata no. 11 K 331 es uno de los paisajes románticos que mejor ha construido la música del hombre mucho antes de que llegase el romanticismo. Es aquí el Mozart de gesto cortés mucho más romántico de lo que nunca pudieron serlo las brusquedades de Beethoven. El Adagio de la Sonata no. 12 es un juguete conmovedor cuyos colores han sido maltratados por el tiempo conservando todavía su pureza; por esta música camina Gould como quien reconoce los lugares de las cosas que se guardan en su casa.
        Pero es el Adagio de la Sonata No.14  KV 457 el momento más importante de toda la obra para piano de Mozart, donde el candor está un poco más apagado que de costumbre y el tempo es triste y lento. Es uno de esos momentos que se sostienen como un milagro indescifrable en la obra de Mozart y que, como en el comienzo del Cuarteto de cuerda Disonancia K465, viene a anunciar la ligereza del pasado y el aroma del tiempo venidero. Es la última sonata de la fiesta donde los bailarines yacen sentados y las mujeres preparan sus abrigos para marcharse. Entre todos ellos, uno permanece en su sitio para poner fin a las cosas antes de que se pronuncie silencio.

 

Fin de la primera parte.

 

BIBLIOGRAFÍA

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Escrito por José Luis García Ameijenda
Desde España
Fecha de publicación: Enero de 2013
Artículo que vió la luz en la revista nº 24 de Sinfonía Virtual.
ISSN 1886-9505



 

 

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