ENTREVISTA FICTICIA A ASTOR PIAZOLLA. 90 AÑOS DESPUÉS DE SU NACIMIENTO.
Joaquín Zueras
El comentarista musical José Luis García del Busto escribía en el 2007: “Algo muy especial debe tener la música de Astor Piazzolla cuando arrebata y admira a públicos tan amplios y variados, cuando es objeto de estudio musical y sociológico, cuando llega a ser para algunos objeto de culto, cuando ha motivado tan abundante biografía, cuando, por poner un ejemplo próximo a nosotros, el ‘Diccionario de la Música Española e Hispanoamericana´ dedica a Piazzolla un espacio que rebasa las ocho páginas, una más que las referidas a Joaquín Rodrigo o a Federico Mompou”. Incluso entre quienes no suelen disfrutar de la música de Piazzolla, encontramos a muchos que confiesan sentirse seducidos por el timbre singular de sus conjuntos instrumentales. A otros les llama la atención sus contrastes entre fragmentos de un lirismo sobrecogedor, frente a otros de una vehemencia precisa en la descripción del dolor, del enfado, de la angustia, de la desesperación, etc.
Según mis apuntes, usted nació en la ciudad argentina de Mar del Plata el 11 de marzo de 1921, en el seno de una familia de inmigrantes italianos.
Sí, mi padre tenía un pequeño negocio de bicicletas, pero Nonino -como le llamaba cariñosamente- nunca tuvo mucho olfato para los negocios.
Quizás por esto se trasladaron a Nueva York cuando usted tenía cuatro años.
Cierto. Vivíamos en un barrio violento, porque existía hambre y bronca. Crecí viendo todo eso. Pandillas que peleaban entre sí, robos y muertes todos los días. De todos modos, la calle Ocho, Nueva York, Elia Kazan, Al Jolson, Gershwin, Sophie Taulker cantando en el Orpheum, un bar que estaba en la esquina de casa... todo eso, más la violencia, más esa cosa emocionante que tiene Nueva York, está en mi música, está en mi vida, en mi conducta, en mis relaciones.
Comenzó a tocar el bandoneón a los ocho años.
Mi padre, como yo, era un nostálgico. Añoraba su Italia natal y pensó que yo podría interpretar sus aires preferidos. Se dirigió a una casa de empeños y me compró uno por 18 dólares.
En 1934, en Nueva York, conoce a Carlos Gardel.
Era un pibe de trece años y le caí simpático, aunque me dijo que tocaba el bandoneón como un gallego. Le acompañaba por las calles de Manhattan y le hacía de traductor. En ese momento rodaba El día que me quieras y me ofreció un papel de extra como vendedor de periódicos. Después preguntó a mi padre si podía acompañarlo en su gira, pero se negó argumentando que era muy joven. Una suerte, ya que en esa gira Gardel y los que iban con él perdieron la vida en un accidente aéreo.
Y en 1936 regresaron a Mar del Plata.
Aunque al año siguiente ya vivía en Buenos Aires, a la búsqueda de mayores posibilidades.
En 1939 fue contratado por la orquesta de Anibal Troilo, considerado el mejor bandoneonista y director de Buenos Aires.
Estuve cinco hermosos años en su orquesta. Fue otro bautismo de tango, como el encuentro con Carlos Gardel o el descubrimiento del sexteto de Emilio Vardaro. Luego dirigí la orquesta del cantante Fiorentino, con el que grabé mis primeros discos.
Alguien dijo que Piazzolla fue la causa de que muchos intérpretes de tango se hubieran visto obligados a estudiar música.
Pero es que en aquel tiempo la mayoría tocaban de oído; se tocaba mal, se armonizaba peor... Yo mismo experimenté la necesidad de formarme profundamente en lugar de conformarme con esa mediocridad. Por eso tomé clases de composición con Alberto Ginastera. ¿Conoce su Danza de la moza donosa?
Por supuesto. ¿Cuándo formó su propia orquesta?
En 1946. Entonces ya había compuesto algunos tangos... piezas hondamente sentidas, a menudo nostálgicas, incluso tristes. Pero no me considero triste, al contrario, soy un loco de la guerra, soy un loco lindo, me gusta divertirme, me gusta tomar vino, me gusta comer bien, me gusta la vida. Mi música es triste porque el tango es triste, es dramático, pero no pesimista. Pesimista eran las letras de antes, totalmente absurdas.
En 1954 el gobierno de Francia le concedió una beca para estudiar composición en París.
Sí. Ginastera me llamó para decirme que había un concurso para compositores argentinos. Yo no pensaba participar, porque se estaban presentando todos los grandes del momento, pero decidí finalmente enviar mi Sinfonietta, que obtuvo el premio de la crítica a la mejor obra del año, lo que conllevaba la beca como premio.
Su profesor de composición en París fue la célebre Nadia Boulanger.
Me debatía entonces entre ser un compositor de tangos o de música clásica. Apenas la conocí, le mostré mis kilos de sinfonías y sonatas. Se puso a leerlas hasta que, repentinamente, me contestó con esta terrible frase: “Esto esta muy bien escrito”. Tras una pausa, añadió: “Veo aquí mucho de Stravinsky, Bartok, Ravel, pero, ¿sabes que pasa?, no puedo encontrar a Piazzolla en todo esto”. Y comenzó a averiguar sobre mi vida: qué hacia, qué tocaba, si era soltero, casado, si estaba viviendo con alguien; era como una agente del FBI. Estaba muy avergonzado de confesarle que había sido músico de tango, pero finalmente dije: “Toco en un club nocturno”, no quise decir cabaret. Y me preguntó: “¿Es un cabaret o no?”. “Dices que no eres pianista, ¿qué instrumento tocas entonces?” No quise decirle que era un bandoneonista, porque pensé que me tiraría desde el cuarto piso. Finalmente confesé y ella me pidió que le dejara oír algunos compases de tango que hubiera compuesto. Abrió sus ojos repentinamente, tomo mi mano y me dijo: “Idiota, este es Piazzolla!” y tomó toda la música que había compuesto -diez años de mi vida- y la envió al infierno en dos segundos. Ella me enseñó a creer en Astor Piazzolla. Yo pensaba que mi música era una basura porque tocaba tangos en un cabaret y resulta que yo tenía una cosa que se llama estilo. Sentí una especie de liberación del tanguero que era. Me liberé de golpe y dije: “Bueno, tendré que seguir con esa música”.
Y, en 1955, de vuelta a Buenos Aires.
Siempre he sentido que hay algo en Buenos Aires que me gusta. Me gusta tanto que no me gusta que guste a otras personas. Es un amor así, celoso. Pero al público argentino yo no les gustaba, porque rehuían la recreación culta del tango que podía ofrecerles. Sentenciaban que lo mío no era tango. En mi país cambian los presidentes, los obispos, los cardenales, los jugadores de fútbol, cualquier cosa, pero el tango no. El tango hay que dejarlo como es: antiguo, aburrido, igual, repetido. En cambio, mi audacia radica en la armonía, en los ritmos, en el contrapunto entre instrumentos, incluso en alguna ambigüedad tonal. En fin, yo me conformé con hacer lo que me dio la gana, que es muy importante, con lo cual me tildaron de genio intratable y obsesivo. En vista del rechazo, con mi esposa y dos hijos marchamos a Nueva York en 1958. Allí introduje un nuevo concepto, el jazz-tango, basado en lo que ahora llaman fusión. Grabé dos discos que se han convertido en objetos de colección, aunque, no crea, también me vi obligado a tocar en clubs.
En 1959, durante un concierto en Puerto Rico, recibe la noticia de que su padre, Vicente Piazzolla, ha fallecido.
Me sentía deprimido, triste, añoraba volver a mi país. La música que salía del bandoneón, mi aspecto cuando tenía que aparecer en el escenario con un pañuelito blanco, al estilo compadrito, y tocando El choclo... eso no era yo. Lo único que quería era volver a Buenos Aires, escuchar a Pugliese, tomar café con mis amigos. Fueron años de pesadilla, a lo que se sumó la muerte de mi padre. Recibí la noticia en Puerto Rico, adonde había llegado desde Nueva York, para trabajar en el Club Flamboyan. Logré reaccionar sólo algunos días después, la tarde en que volvía a Nueva York: En el trayecto del aeropuerto a casa miraba los barrios por los que íbamos pasando, los subterráneos, la calle Cuarenta y Dos, la calle Once, el Central Park. Todos los recuerdos se me vinieron de golpe a la cabeza y en todos estaba mi padre. Cuando entré en mi departamento de la calle Noventa y dos me senté en un sillón y me quedé un rato así, como en el aire. Ese día, en cuarenta y cinco minutos compuse Adiós Nonino. Entonces, el regreso a Buenos Aires se convirtió en una necesidad impostergable: en 1960, en la porteña radio Splendid, estrenaba Adiós Nonino al frente de mi quinteto Nuevo Tango. Posteriormente me propuse mil veces componer algo que tuviera la misma fuerza emotiva, pero me temo que no lo he logrado.
Es una pieza excelente.
Pero en realidad mi carrera empezó a afianzarse hacia 1963, cuando compuse Introducción a Héroes y Tumbas, con letra de Ernesto Sábato. En 1965 actué con mi quinteto en el Philharmonic Hall de Nueva York en representación de mi país. Luego siguieron las giras europeas, la grabación de Tangazo para orquesta sinfónica, la buena acogida del álbum Libertango, los arreglos de tangos de otros compositores, bandas sonoras como la de Enrico IV, que contenía la pieza Tanti Anni Prima, que luego pasó a llamarse Ave Maria ... ¿Sabe?, tengo una ilusión: que mi obra se escuche en el 2020. Y en el 3000 también. A veces estoy seguro, porque mi música es diferente. Porque en 1955 empezó a morir un tipo de tango para que naciera otro, y en la partida de nacimiento está mi Octeto Buenos Aires. Pero, cuidado: muchos creen que componer un tango moderno es hacer ruidos, es hacer cosas raras y no, ¡no es eso! Hay que profundizar, como todo lo que yo hice, que está muy elaborado.
Escrito por Joaquín Zueras
Desde Argentina
Fecha de publicación: Julio de 2011.
Artículo que vió la luz en la revista nº 0020 de Sinfonía Virtual