Giacomo Meyerbeer: Jephtas Gelübde (1811-1812) 2 Cds. Sello Naxos 2021
Ópera seria en tres actos y ballet
Libreto de Aloys Wilhelm Schreiber (1761-1841)
Premiere Word Recording
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Jephta — SönkeTams Freier, bajo-barítono
Sulima — Andrea Chudak, soprano
Tirza — Zlazan Horrocks-Hopaylan, mezzo-soprano
Asmavett — Markus Elsäber, tenor
Abdon — Laurence Kalaidjian, Barítono
A Tribal Leader — Ivaylo Yanev, narrador
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Rossen Balkanski, Vasil Ignatov, Guitarras
Vesela Trichkova, Arpa
Orquesta y Coro de la Filarmónica de Sofía
Director: Dario Salvi
Paulatinamente, el catálogo de composiciones del compositor Jakob Meyerbeer (1791-1864) se va incrementando con valiosas aportaciones que hace solo unos pocos años nos parecían impensables. En esta ocasión, le ha tocado el turno a Jephtas Gelübde, una obra de juventud que contiene características desarrollados en el futuro por el compositor y que ya formaban parte de su personalidad creativa.
Hay quien considera a Jephtas Gelübde como un singspiel, en la misma línea que las posteriores Wirt und Gast (1813) y Das Brandenburger Tor (1814), si bien creo que sería más acertado calificarla como un drama lírico o un drama musical, formas que también alternan partes habladas con cantadas y que se alejan del carácter de comedia generalmente atribuido al singspiel.
Tras algunos retrasos en los ensayos que alarmaron especialmente a su autor, la obra se presentó en Múnich el 23 de diciembre de 1812. Quienes históricamente se han referido a este estreno ofrecen puntos de vista muy similares. De hecho, uno lee casi los mismos comentarios copiados por diferentes autores a lo largo de los tiempos. Se insiste en que más que una ópera es un oratorio, que su estreno fue un fracaso porque carecía de encanto melódico y que el joven compositor estuvo más pendiente en demostrar la seguridad de su técnica que en dejar volar la imaginación. Sorprendentemente, uno de los aspectos que más destacan en la partitura, el empleo de los coros, fue criticado en algunas antiguas reseñas. Resumiendo: hay quien califica este drama lírico como un trabajo sobresaliente en el que la academia y el oficio están muy por encima de la espontaneidad. Solo algunas voces discordantes afirman que la obra obtuvo una buena acogida. En todo caso, partitura en mano, nosotros nos limitaremos a expresar lo que nos ha parecido, haciendo caso omiso de comentarios precedentes.
Pero, además, este registro del sello Naxos tiene un interés adicional ya que Jephtas Gelübde pertenece a la primera etapa de Meyerbeer, un periodo de su vida artística poco conocido y que despierta muchas dudas en algunos especialistas. Ahora ya disponemos de algunos de estos trabajos (creo que solo queda por grabar Wirt und Gast), y por eso podemos establecer algunos criterios con una mayor seguridad.
Para que este registro haya llegado a buen puerto es necesario rendir homenaje a dos de los máximos responsables del proyecto. Me refiero al musicólogo Robert Ignatius Letellier y al director de orquesta Dario Salvi. El primero ha aportado con sus numerosas publicaciones y estudios sobre la ópera francesa en general, y específicamente sobre la meyerberiana, un caudal de información muy valiosa para afrontar con conocimiento de causa el análisis de la obra del compositor alemán. Nadie mejor que él para realizar las notas al programa que acompañan a esta grabación. Por su parte, Dario Salvi es un magnífico maestro e investigador que ha dedicado a Meyerbeer algunos de sus mejores iniciativas. Me consta que seguirá en esta misma línea de descubrimiento de repertorios olvidados, por lo que siempre le agradeceremos su audacia por ofrecernos deliciosas partituras que parecían definitivamente archivadas en las estanterías de la historia.
El libreto, escrito por Aloys Wilhelm Schreiber (1761-1841), se inspira en un relato bíblico que sugiere al compositor momentos de lucimiento y también, debido a su juventud, de experimentación. Ambos ya habían trabajado en el oratorio Gott un die Natur, estrenado en 1811, obteniendo un éxito que auguraba el más feliz de los presagios. En efecto, Meyerbeer contaba con tan solo 21 años cuando estrenó este trabajo y sin duda, debió parecerle una excelente oportunidad para convertirse en una figura emergente de la ópera alemana. Además, el asunto en el que se inspiraba ya tenía un largo recorrido por lo que el reto aún fue más atractivo. Antes que él, trataron este tema ya fuese como opera, oratorio e incluso como sinfonía: Giacomo Carissimi (1605-1674), Michel Pignolet de Montéclair (1667-1737), G.F. Haendel (1685-1759), A. Sachini (1730-1786), Josep Duran (1730-1802), Pietro Guglielmi (1728-1804), Pietro Generali (1773-1832), Bernhard Joseph Klein (1793-1832), Laureano Fuentes (1825-1892), Karl Maria Reinthaler (1822-1896), Ruperto Chapí (1851-1909), Ernst Toch (1887-1964) y algunos más.
El argumento gira en torno a la fe y a la misericordia. En efecto, Jephta, que anteriormente prometió la mano de su hija Sulima a Asmavettt, se ve obligado a tomar las armas para liderar a los israelitas en la batalla, prometiendo a Dios que sí venciera, le ofrecería en sacrificio a la primera criatura que encontrase a su regreso. El segundo acto, más bien de transición, juega con las tramas de celos y amores entre Sulima, su prometido Asmavettt y el líder tribal Abdon, quién también está enamorado de ella. El drama se acentúa ya que Jeptha venció en la batalla y al regresar a casa, a la primera persona que verá será a su hija, por lo que horrorizado deberá afrontar el fatal juramento. En el tercer acto, Sulima, a pesar de la congoja de su padre y de su prometido Asmavettt, aceptará con resignación el destino y se despedirá de su padre y de su amado Asmavett. Felizmente, un sumo sacerdote anunciará que gracias a la infinita misericordia del Señor, éste no exigirá el sacrificio y se conformará con la obediencia de Jephta y de su hija. Al final, el pueblo alborozado celebrará este desenlace. En realidad, la resolución del conflicto ha provocado históricamente un debate entre dos partidos opuestos.
Por un lado, el de aquellos que entienden, a partir de la interpretación de los textos, que el Señor realmente exigió el sacrificio de la hija de Jephta y los que, por el contrario, opinan que tan solo exigió de ella y por ende de su padre, la fe del compromiso. En este caso, Schreiber optó por esta segunda versión que sin duda ofrecía mayores posibilidades de un final jubiloso.
Llama la atención la mano segura, el oficio, con el que el joven compositor escribió esta obra. De hecho, era su primer encargo importante tras la ya citada presentación del oratorio Gott un die Natur. Es cierto que se habla de la influencia de Weber en la partitura, pero a mi juicio se exagera en considerársela primordial. Esta influencia algunos han querido ponerla de manifiesto como una muestra más de su falta de personalidad artística. De este modo, se habla del influjo de Weber en su primera etapa, de la de Rossini en la segunda y de la de Auber y del Rossini del Guillaume Tell, en la tercera. Pero en realidad, la gran influencia de Meyerbeer en sus comienzos fue la de su profesor en Darmstadt, el abate Vogler. Desde luego, en una fase posterior, la influencia de Rossini es evidente, pero también lo fue para muchos de sus contemporáneos.
Debería recordarse que cuando un compositor comienza su carrera es del todo lógico que se sienta influido por aquellos autores con los que guarda más afinidad estética. Todo esto no es nada extraño. Por eso sorprende que mientras en otros autores estas influencias sean asumidas como un proceso hacia la madurez, en el caso de Meyerbeer se las censura como si fuesen fruto de una falta de criterio artístico. En este sentido, el registro de esta ópera ofrece la posibilidad de descubrir a un Meyerbeer fascinante que a pesar de su juventud ya ofrece una voz madura que irá refinando con el tiempo.
Fue, por tanto, la influencia de Vogler con su severidad en las formas, su conocimiento de la técnica musical, su gusto por la ampulosidad y la originalidad en la instrumentación, lo que principalmente impactó en el espíritu del joven compositor. Pero el reconocimiento a la esencial aportación de Vogler y a su influencia en sus mejores discípulos, es otro asunto que esperemos que se vaya dilucidando con el tiempo.
Así, deberíamos ser muy cautos a la hora de sopesar los comentarios escritos por aquellos que ni escucharon, ni consultaron la partitura de Jephtas Gelübde. Y este punto de vista deberíamos aplicarlo también al conjunto de la obra meyerberiana. Por todo esto, se hace necesaria una reubicación histórica de este gran compositor, injustamente vilipendiado por buena parte de la historiografía.
Uno de los aspectos más destacables en la obra, es el tratamiento de los coros. Pocos autores se mostraron en su tiempo tan diestros en este ámbito como lo fue Meyerbeer. Por cierto, el coro de vendimiadores de la introducción (que de 2/4 pasará a un ritmo de 6/8 y sobre un pedal de tónica, que le da un característico aire pastoral) nos recuerda en su realización al que años más tarde escribiría para la introducción de Le Prophète. En efecto, en ambos casos el coro que sucede a la introducción, está en compás 6/8 y también se elabora sobre un pedal de tónica (con la quinta en Le Prophète y sin ella, en Jeptas Gelübde).
Otra de las características presentes en este primer acto y en general en toda la obra, es la magnífica alternancia entre solos y tuttis. Entre estos destaca el de clarinete en la en combinación con las voces, un procedimiento que después llevaría a la práctica con un feliz resultado en Gli Amori di Teolinda (1817) y en otras más tardías como Les Huguenots. Asimismo, destacan el hermoso solo de violonchelo y el de clarinete. En general, la escritura, revela el gusto del compositor por la brillantez y el contraste.
Algunos opinan que no fue hasta su paso posterior por Italia cuando el virtuosismo vocal fue definitivamente incorporado a su lenguaje, aunque como podemos comprobar, éste formaba parte ya de él. Otra cosa es que consiguiera encandilar a un auditorio ya habituado a la brillantez del bel canto, con melodías aún encorsetadas por la armonía. Para la escritura ornamental de las voces se requiere un profundo conocimiento de sus posibilidades y sin duda, Meyerbeer las aprendería en Italia gracias a la certera recomendación de Salieri.
Como antes se dijo, el argumento del primer acto nos presenta a Sulima, a su enamorado Asmavett, al celoso Abdon, aspirante a conquistarla como sea y a la promesa de su padre de otorgar su mano a Asmavett, si lograse vencer en la batalla.
Comienza la obra con una obertura en la que se suceden 15 compases al unísono en un procedimiento que curiosamente aparecería también en la obra póstuma del compositor, me refiero a los 16 compases que abrirán la escena del mancenillier en L´Africaine. Este recurso será uno más de los que Meyerbeer dispondrá en sus obras posteriores. Otros como el color orquestal a base de los pizzicatos, de la variedad rítmica o de la alternancia entre tuttis y solos aparecerán sucesivamente. Por lo demás, no quisiera dejar de señalar otros dos aspectos: uno es de la instrumentación cristalina que demuestra como antes de visitar Italia, Meyerbeer hacía uso de una ligereza que le acercaba al concepto orquestal de Manheim y el otro, es el del lirismo expuesto en algunas frases que nos ofrecen una visión de Meyerbeer más poética que la que nos han dado a entender parte de sus comentaristas y que tal vez proceda del influjo de Gluck (1714-1787) transmitido por su maestro B.A. Weber (1764-1821).
Realmente, es una obertura impecable desde el punto de vista técnico y creemos que Meyerbeer y su maestro Vogler, estuvieron bien satisfechos de ella. Como dato curioso, esta obertura contiene un tema b en sib mayor que también utilizará Meyerbeer en la sinfonía militar de su ópera Marguerita d´Anjou (1820). Eso sí, con alguna variante melódica y también de tono (en Marguerita estará en la mayor). Además, la escritura estará a ritmo binario (es un 4/4 que se lleva a dos) mientras que en Jephtas será cuaternario y por tanto escrita con valores en disminución (negra en Jepthas y blanca en Marguerite).
Acaba el primer acto con un conjunto que nos ofrece algunas maravillas contenidas tanto en el juego entre los solistas como con el coro siguiente. Después se sucederá un canon que amortigua la emotividad conseguida y que hace que el conjunto quede emocionalmente frío.
En el segundo acto, Sulima se mostrará apenada ante la tumba de su madre y posteriormente Abdon, que le informará de la victoria sobre los israelitas y de la muerte de Asmavett, le ofrecerá su amor si bien, este será rechazado. Musicalmente, se abre la escena con un recitativo al que le sigue un dialogo de Tirza y el coro. Más adelante nos encontraremos con un solo de violonchelo que nos evoca a algunas frases escritas para este instrumento en Le Prophète.
El siguiente dúo entre Sulima y Asmavett es de buena factura y describe los sentimientos amorosos de ambos. Como sucederá en algunas de las páginas posteriores del maestro, un paso al sexto grado (¡cómo olvidar ese mismo efecto en la obertura de Robert le diable!) dará paso a un terceto entre Sulima, Tirza y Abdon de transparencia mozartiana. También nos recuerdan a Les Huguenots los solos de viola y violonchelo e incluso, ya más adelante, a ciertos acentos de Dinorah. En el fínale intervienen Sulima, Jephta, Asmavett, Abdon y los coros, en una marcha que alude al tema de la obertura y que es seguido por un expresivo largueto.
Puestos a citar al Meyerbeer posterior, la cuerda (pausa de corchea, dos semicorcheas y cuatro semicorcheas) parece anunciar a ritmos presentes en Robert le Diable. En realidad, la originalidad en las formas de acompañamiento, que ya será una de las características del Meyerbeer maduro, está aquí perfectamente configurada. Nuevamente, el fugato con el que acaba este segundo acto debemos entenderlo como fruto del afán del joven compositor por demostrar su técnica. Meyerbeer sale bien parado de estas pruebas y tal vez, la seguridad de su escritura no necesitaría de este tipo de demostraciones que ayudan muy poco al desarrollo del drama.
Desde luego, Vogler y los músicos profesionales estarían más que satisfechos al escuchar ese fugato, pero para el público no deja de ser un recurso sin mayor transcendencia. La conclusión en cadencia picarda insiste en este aspecto más escolástico que teatral. Todo este despliegue no tenía otro objeto que mostrarnos el triste destino que esperaba a Sulima, ya que al volver Jephta de la batalla, ella fue a la primera persona que vio y, por lo tanto, debería ser sacrificada. Creo que, en el futuro, Meyerbeer aprendería a diferenciar entre el efecto de la música pura y el de la música para la escena. Al respecto, recordemos como años más tarde, a pesar de escribir para Le Prophète una extensa obertura, finalmente decidió sustituirla por un breve preludio que abría el escenario sin más dilaciones. Es evidente que ésta fue una decisión acertada desde el punto de vista dramático.
El acto tercero presenta un arioso introductorio a cargo de la orquesta a la que sucede una expresiva melodía de Jephta. Se aprecia como Meyerbeer quería apostar fuerte en el último acto, ya que el drama estaba en su máxima tensión. Sulima y su padre desean ser fieles al juramento pronunciado pero el Señor, en su misericordia, solo exigirá de ellos la fe en la palabra dada. Musicalmente asistimos a episodios muy interesantes. El contraste tímbrico entre el dúo de clarinetes y el coro femenino es excelente. Semejante apuesta por el lirismo encontramos también en la preciosa aria de Sulima en la que al lado de acentos expresivos encontramos elementos virtuosísticos.
Otro de los procedimientos de los que el compositor hará un uso magistral en sus años de madurez será el de la alternancia entre la armonía (vocal o instrumental) y las voces a capella. En Les Huguenots encontramos preciosos ejemplos de este procedimiento. En Jephtas podemos apreciarlo en momentos precedentes al final de este tercer acto. Una conclusión que cuenta con una marcha fúnebre en la que los violonchelos se dividirán a tres partes y tocarán junto a contrabajo y timbales en un discurso lleno de majestuosidad. Este uso inteligente de la instrumentación no puede sino recordarnos a la división en tres partes de los contrabajos en la maravillosa obertura de Dinorah.
Tras este episodio, pasamos a un conjunto de viento que contrasta de manera rotunda con el fragmento anterior. Un elemento interesante viene a continuación. Meyerbeer escribe un himno religioso (otra de sus obsesiones dramáticas, la de combinar religiosidad y escena) en la que aún nos sorprende más su instrumentación. Aquí serán un arpa y dos guitarras las que acompañarán a la melodía. Esta escena se me antoja muy bien planificada y nos anuncia la habilidad que Meyerbeer mostrará en trabajos posteriores y desde luego, más complejos.
Sigue un episodio coral a cuatro voces a capella en la que se va incorporando la orquesta (con las violas divididas, un violonchelo solista, los sacerdotes, los solistas vocales y el coro). En este final, a pesar de la complejidad de sus elementos, predomina el elemento lírico en una escritura que a veces nos recuerda a Weber. Antes del siguiente allegro di molto, aparecerá un cuarteto de dos clarinetes y dos fagotes, acabando la obra de forma celestial con el arpa en un papel destacado. Este uso del arpa en la conclusión de la obra, volverá a ponerlo en práctica en los finales de Robert le diable, Les Huguenots, Le Prophète, L´Africaine e incluso de L´Étoile du Nord.
El estreno de Jephtas Gelübde en el teatro de la corte de Múnich, constituyó una afirmación del talento del joven compositor, quien como premio recibió de la reina Carolina de Baviera un hermoso jacinto azul y un anillo de diamantes. En ese momento de su vida Meyerbeer, que había sufrido el retraso de los ensayos de su nueva ópera y presenciado como el cantante Lanius, realizaba una mediocre interpretación de su papel de Jephta, ya tenía otros planes. Salieri le había aconsejado marchar a Italia para aprender la técnica vocal en profundidad y sin más ceremonias, decidió trasladarse. En Italia quedará subyugado por el genio de un Rossini en la plenitud de sus facultades. De todos modos, en sus primeros años ya había demostrado que tenía un talento excepcional como compositor y un virtuosismo pianístico extraordinario que le había proporcionado muchos éxitos en sus presentaciones públicas. Años más tarde, esta esperanzadora promesa sería ya una realidad, revolucionando el mundo operístico con su Robert le Diable.
El trabajo de Dario Salvi al frente de la Orquesta y Coro de la Filarmónica de Sofia es excelente y denota su cuidado en la exposición de los diferentes números, en el equilibrio sonoro entre las partes y en la fidelidad a la partitura. Además, los plazos de los que dispuso para llevar a cabo la grabación fueron muy ajustados lo que aún da más valor al trabajo realizado. Quisiera también destacar el papel de los solistas y las incorporaciones de los guitarristas y el arpa. Y desde luego el del coro, que en todo momento estuvo magnífico. Respecto a los cantantes, habría que decir que se muestran algo irregulares, aunque, en definitiva, todos ellos cumplen profesionalmente con su cometido. A veces de modo brillante, como denotan las improvisaciones en los calderones de las cadencias y en otras, de manera algo forzada.
Que la obra no haya salido en CD no debería representar un problema. A estas alturas, el CD está a punto de desaparecer y cada vez en menos ocasiones se realizan registros en este formato. Estamos en otros tiempos y en el futuro, la música vendrá presentada en diferentes soportes a los que estábamos acostumbrados. En realidad, polémicas aparte, lo más importante es que el enorme reto de grabar este trabajo de juventud de Meyerbeer se ha podido llevar a cabo. Lo demás, a mi juicio, es secundario. Ahora bien, si el tema del formato tal vez pueda pasarse por alto teniendo en cuenta los tiempos que corren, otra cosa es la distribución y publicidad de un trabajo semejante. Por mucho que sus detractores lo nieguen, el papel de Meyerbeer en la historia de la ópera es muy importante. Sin embargo, Naxos se ha desentendido de ofrecer una buena cobertura mediática y en esto, sin duda, sí que han fallado o peor aún, no han sabido valorar lo que tenían entre manos. Creemos que el estupendo trabajo realizado por Dario Salvi en este primer registro mundial, merecería una mayor difusión y publicidad.