La historia muchas veces pretende necesitar, quizá para su mejor legibilidad pero también para una inconveniente simplificación, hitos claros, drásticos capítulos divisorios, iconos emblemáticos e inamovibles de un rígido y claramente estipulado papel histórico, sea de un autor como de una obra. Así, el siglo XX musical e incluso la música de hoy día tienen como icono inamovible de la revolución, para muchos ruptura, a Arnold Schoenberg. Sin embargo, e invocando lo antedicho respecto al parvulario simplificador de la historia, términos como revolución o tradición, como en cualquier otro autor o periodo musical, no pueden ser utilizados tajantemente en Schoenberg; sobre todo, más allá de la consecuencia receptiva de su música, esos blancos y negros no deberían ser utilizados tan alegremente en la intención teórica, en las bases estéticas de este autor y teórico vienés, y también en su experiencia vital.
Más allá, pues, del evidente hecho revolucionario, o tal vez rupturista, de su música, existe el hecho intencional, acaso menos conocido por la leyenda irrevocablemente rebelde de los manuales, de la querencia de Schoenberg por la tradición romántica germánica y su conciencia, aunque no llevada a una práctica estricta en su composición vanguardista más emblemática, de la continuidad de su nueva música en la tradición alemana. No como una música de fría marginalidad, estereotipo acaso certero relacionado con las vanguardias, sino, digamos, como una música de nuevo academicismo: como lo establecido y consagrado de la música culta del siglo XX; como el centro y dogma, siempre germánico, del gusto refinado del siglo XX.
Sin duda que, en general, la recepción de Schoenberg es siempre no tradicional, con su muy factible acogimiento, lo dijimos, revolucionario o rupturista: se guste, pues, de su música, considerándolo un revolucionario; o bien, quizá menos amablemente, se escuche su música con una romántica reconvención, y señalando así a su obra como una desagradable ruptura de la buena música realizada hasta fines del siglo XIX.
El último es un dictamen, pudiendo ser considerado como de cerril añoranza o solamente, en cambio, como afín a una buena sensibilidad convencional, que parecen compartir muchas veces las programaciones usuales de conciertos y óperas, la concepción generalizada de la gente respecto a una llamada música culta que, según la opinión más o menos extendida, llega como mucho a Mahler, y por fin en cierta aprensión por lo schoenberguiano y por la vanguardia que se puede rastrear en la difusión, cara a lo decimonónico y por ello mismo a los gustos del público, de los propios medios especializados de música. Sin embargo, pese a las reticencias del público e incluso de los medios, es sabido que en general la música de las primeras décadas del siglo XX- como sucede con la nueva música schoenberguiana ante sus descendientes integrales, concretos, electroacústicos, etc- es vista ahora como algo un poco más establecido, sí; aunque se puede decir que la música de Schoenberg es más bien lo establecido… en la propia vanguardia: concepto en el que, claro está, se advierte un valido matiz.
Como si el paso de los años, alentando ese barniz de venerable antigüedad que suele asociarse a todo lo culto, hubiera dado mayor respetabilidad a la madrugadora vanguardia schoenberguiana antes que a las vanguardias o nuevas propuestas de la segunda posguerra, aunque más bien sea por la desdeñosa fuerza de la inercia y el resignado respeto a las canas; pero así, con este respeto en la rancia conformidad, se rehuye una admiración que puede ser igual de sincera como estética. Por no decir, además y para argüir más claramente y más duramente, que se rehuye de esa manera una admiración puramente musical por una de anticuario, cuando no de sofistería intelectual.
Pues el interés teórico, muchas veces extramusical, en cuanto a la lógica y la técnica compositiva revolucionaria de Schoenberg, propende a un caldo de cultivo del intelecto y de la cultura general: propende, pues, al contexto de lo musical; siendo, de esta manera, una meditación mayormente sobre la música- como sucede en Adorno- antes que un interés nada más, y nada menos, que sensible, un interés intrínseco: es decir, una meditación desde la música; un interés de oyente, de la propia sensibilidad del sonido musical por sobre las consecuencias teóricas del mismo.
Consecuencias teóricas- que son características de una vanguardia asociada al conceptualismo y a la imagen clásica del Schoenberg pensador y artificioso- que, por ejemplo, sobrevaloran las categorías marxistas rastreables en un supuesto influjo político de la música schoenberguiana; lo que resulta en un elemento más para la distancia del público respecto a Schoenberg y su estilo y publicidad excesivamente intelectuales. Pero, ante esa equiparación de música y actitud político-social, por cierto que verdaderamente sondeables en una vanguardia que también frecuenta posiciones políticas muy liberales o revolucionarias, el propio Schoenberg era conservador e incluso monárquico, lo que demuestra la inconveniencia de esa equiparación de arquetipos. En efecto, su talante conservador y profundamente religioso- regresó al judaísmo en la época nazi- aleja un poco más, al menos biográficamente, a Schoenberg de una imagen arquetípica de vanguardista revolucionaria.
Es de destacar, también, que Schoenberg no se puede considerar, como muchos autores y teóricos, como un flujo constante, una persistencia ejemplar como la de las petrificadas simplificaciones históricas; sino que su vida, y por ende su vida musical, se vio sujeta a diversos vaivenes, a cambios de concepciones: era a veces revolucionario, y a veces daba pasos atrás. Quizá debido a su formación vital y musical como romántico tardío, una época de puesta en dudas de la música pero en la que la tradición todavía estaba fuertemente arraigada.
Y es que, a principios del siglo pasado, no era fácil deshacerse de una música cuando había cobrado, en la época romántica, una importancia, e incluso una popularidad, nunca vistas en lo que concierne a la relación de la música respecto a las otras artes y a la cultura en general; un papel en el que Austria y Alemania- países románticos y, junto con Italia, musicales por excelencia- fueron determinantes y respecto a los cuales Schoenberg, lo dijimos, se sentía un cabal, acaso sumiso heredero. De hecho, y como prueba más de las fallas de la simplificación, el autor vienés, después de su revolución, volvió alguna vez a la escritura tonal, y desanduvo su camino juvenil de admiración por las disonancias de Wagner; de la herencia de Tristán e Isolda.
Así que Schoenberg, pues, hizo avanzar su admiración por el cromatismo wagneriano hacia ese gran salto que la tendencia del postromanticismo en general- un caso concreto es el de Mahler- no se atrevió a realizar: la atonalidad, ese estilo de composición tan revolucionario y, al mismo tiempo, tan liberal y sujeto, es una manera de decir, a las intuiciones; tan diferente a la posición posterior del músico, por ejemplo, como prestigioso pedagogo, como frío teórico de obras inaccesibles. En esa primera época, además, Schoenberg practicó la pintura, contactándose con Kandinsky, y, por ello mismo, con la teosofía y al mismo tiempo con la tendencia de pureza geométrica, de fría racionalización plástica, de la abstracción pictórica de influjo kandinskiano.
Típica doblez de Schoenberg: la desnuda pureza abstracta, la lógica constructiva-como el dodecafonismo-y lo espiritual, que consta en su regreso vital al judaísmo, y en su obra Moisés y Aarón, donde- y qué cosa, uno se pregunta, más espiritual y menos racional que la religión-, al menos temáticamente, Schoenberg está pensando en la espiritualidad religiosa y en algo también tan emotivo como la identidad: precisamente, su identidad judía a despecho de su ambiente de vida y de obra austroalemana.
Recordemos que Schoenberg se encontró, en su época de primera floración musical, en una encrucijada donde la tradición de la música, específicamente la entonces hegemónica tradición romántica alemana, se estaba poniendo en entredicho. Entre otros factores más intrínsecos, por la aceleración de la revolución industrial y tecnológica que, con sus cambios en la comunicación y difusión cultural y también musical, estableció nuevas y cambiantes ideas. Ideas tan propicias para esa Viena modernista de la juventud de Schoenberg, esa Viena del esplendoroso ocaso de los Habsburgos.
Así que a la par del cubismo y el fauvismo en pintura, de la literatura expresionista y la experimentación literaria de Joyce y Proust, de los alegres y decadentes chispazos del modernismo vienés, con Loos y Kokoshka y Werfel y otros, el nuevo siglo encuentra en la música el entredicho formal en el que, por otra parte, se puede ver también una consecuencia de una arista extrema del romanticismo: la ultimación de la disonancia wagneriana continuada por los postrománticos. Resultando en la plasmación atonal de nuevas ideas en la ciudad luz de la música germánica: Viena.
Schoenberg, pues, vivía en una Viena pese a todo siempre más adepta a la tradición -recordemos que las obras más complejas de Mozart fueron aplaudidas en Praga pero ignoradas en Viena-; y la capital imperial -aunque, según muchos, siendo una ciudad musicalmente frívola y ligera- fue testigo, no obstante, de una trinidad revolucionaria: Schoenberg y sus amigos y discípulos Berg y Webern, la llamada trinidad vienesa revolucionadora de la música del siglo XX y de la historia musical en general.
Sin embargo, el mismo Schoenberg se mostró conscientemente moderado en cuanto a su calidad revolucionaria en una perspectiva de amplio rigor histórico; pues su sistema, según él mismo, no era dado como una revolución inmutable, como una ley musical imperecedera. Schoenberg argumentaba que, así como el sistema tonal era revocable, tampoco su nueva ley posterior al atonalismo, el nuevo evangelio dodecafónico, era consustancial a una hipotética naturaleza musical pura e irrevocable. Schoenberg era consciente de que, aunque revolucionaria, su música no tenía -no podía tener- pretensiones de eternidad; sabía que había un fin para la misma, y por lo tanto estaba aceptando la validez de las venideras respuestas o profundizaciones de la dodecafonía.
Schoenberg especulaba con los cien años de vigencia de su nueva ley. En efecto, la querencia, que podemos ver como ciertamente tradicional y a pesar de su origen judío, de Schoenberg por la música germánica le hizo decir que su invento aseguraría la hegemonía de la música alemana por los siguientes cien años. Hasta que, claro, la inevitable reacción derrumbara la Bastilla dodecafónica.
Podemos también hablar un poco, pues, del juego de acción-reacción respecto a lo establecido en la música y en la vida en general.
Se sabe que las revoluciones comienzan con lo que no se debe hacer, contra lo establecido; mas luego es difícil saber lo que se debe hacer una vez derribado lo establecido: qué hacer, por ejemplo, una vez derribada la jerarquía tonal, qué nuevas estructuras compositivas utilizar. Conseguir, en suma, otro statu quo. Ir del río movido del atonalismo al tranquilo edificio serial. Los aspectos emotivos, espirituales, o más bien apasionados del romanticismo y sus diversas vertientes, son la base para la ruptura iniciada en el atonalismo, lo que es un indicio de que, en cierto sentido y como una inducción válida, Schoenberg no hizo otra cosa que continuar a rajatabla, o excesivamente, las tendencias románticas. El atonalismo claro que puede ser visto como una actitud de lo que, supuestamente, ya no se debía hacer en ese tiempo; o sea, precisamente era como una respuesta a la tradición romántica más que una apuesta: más una pura reacción y no una acción. Hasta que la apuesta, la acción positiva, llegó con la tan poco romántica dodecafonía schoenberguiana, ya que con su construcción luego de la destrucción, superando la liberadora falta de sistema de lo atonal, llevó la formalidad, el intelecto sistemático y la frialdad a la música del siglo XX.
En estas dos instancias, en fin, podríamos resumir un poco la diferencia entre la personalidad artística y vital de Schoenberg y su imagen pública; precisamente, y a despecho de algunos apuntes del Schoenberg personal realizados hasta aquí, desde la obra misma schoenberguiana, desde las dos fases fundamentales de la creación y el mito de Arnold Schoenberg.
Está, pues, el Schoenberg atonal, expresionista, que incluso en sus escritos hablaba de inspiración y de una misión profética de la música, con un lenguaje y tono intuitivo, espiritual, expresionista y místico. Por otro lado, ante la revolución, la necesidad schoenberguiana de no dejar el edificio de la música alemana destruido, sino su labor en pro de un nuevo orden, de un nuevo edificio hegemónico- de cien años- a favor de la música germánica.
Su labor constructiva, que requiere racionalización, planificación, intelectualidad, lo dejó, como sabemos, en una posición distante con el público. Pero no hemos de olvidar tampoco su naturaleza antitética, el ambiente liberal del atonalismo. Así que nos quedan, entonces, el Schoenberg como constructor, como lógico hacedor de las vanguardias del siglo; pero también, y avalado este último concepto en gran parte por la compleja forma de ser del autor, tenemos a ese Schoenberg en el ímpetu opositivo, en la efervescencia de la culminación de la disonancia wagneriana: en esa -para culminar con una palabra clave- tradición de rebeldía romántica…, y precisamente ante el propio romanticismo.
Escrito por Pablo Ransanz Martínez
Desde España
Fecha de publicación: Julio de 2007
Artículo que vió la luz en la revista nº 4 de Sinfonía Virtual.
ISSN 1886-9505
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