Para Adorno, que había sido discípulo de Alban Berg, la superioridad del arte de vanguardia, incluso frente a la propia filosofía, consistía en su capacidad para negar la irracionalidad –o la racionalidad instrumental– del capitalismo, así como evitar ejercer, junto a ello, cualquier tipo de violencia contra lo particular o lo no-idéntico como forma de ser propia de la naturaleza. En este sentido, el arte realizaba para Adorno una tarea esencialmente utópica, basada en su capacidad para plasmar la realidad en su diferencia, en la singularidad irreductible de sus discontinuidades, como algo que el pensamiento identificante de la filosofía, pero sobre todo del pensamiento científico, jamás podría lograr.
En muchos sentidos, esta lectura puede parecernos completamente errada. En primer lugar, porque limita la filosofía a una determinada forma de expresión, como si eso no tuviera discusión; en segundo lugar, porque exagera la naturaleza del arte; finalmente, porque la filosofía del arte entra en contradicción consigo misma, siendo de antemano una tarea imposible y, por tanto, incapaz de aceptar o denegar lo que el arte es o deja de ser, como pretendería el mismo Adorno. Sin embargo, esta perspectiva utópica le permitió a su autor tomar una posición crítica muy poderosa frente al arte, en la que el filósofo se permitía condenar sin remordimientos a cientos de artistas y pensadores, en una actitud que, si bien parte de una consideración inadecuada, acierta en el blanco cuando busca los déficit de las teorías y las creaciones que critica.
Para comprender sus reflexiones sobre Beethoven, demasiado fragmentarias como para ser leídas por cuenta propia, es esencial dirigirse en primer lugar a la Filosofía de la Nueva Música, que debería entenderse siempre, según manifestaba su autor en el prólogo de 1948, como un añadido a la Dialéctica de la Ilustración (1947), lecturas ambas que debemos acompañar con su Teoría Estética (1969), que estuvo escribiendo –como sus anotaciones sobre Beethoven– hasta el final de sus días. En todos los casos, se trata de denunciar la victoria de la razón subjetiva, de la división del trabajo que inunda incluso el ámbito de lo espiritual, de una sociedad incapaz de pensar sus fines y donde toda actividad con sentido se convierte en comercio, en una relación abstracta entre productores, trabajadores y consumidores.
El gusto por el Romanticismo y el Clasicismo Vienés, que desde el punto de vista de la Historia de la Música, en un momento como el siglo XX, son productos accesibles y fáciles de comprender, son para Adorno la imagen del conformismo ante la sociedad, como podemos ver sin duda en la situación actual y en nuestra propia incapacidad, todavía radical, para denunciar los absurdos de la propia época en relación con la música. No olvidemos, por ejemplo, que a pesar de disponer de uno de los mejores repertorios de la Historia de la Música, el siglo XX apenas conoce su propia música, algo que, a juzgar por la calidad del producto, sería como acercarse a Grecia sin Homero y Platón, a Roma sin Julio César y Cicerón, a Inglaterra sin Hamlet, a España sin Cervantes. ¿No habría en todo ello algo de hipócrita e imbécil? Pero la estupidez de hoy consiste en algo muchísimo peor: en que ni siquiera se siente la pérdida.
A pesar de todo, la acusación adorniana va demasiado lejos cuando elige a sus personajes. Elgar, Sibelius, Shostakovich, Stravinski y Benjamin Britten son para Adorno la imagen misma de la degeneración de la música en Industria Cultural, esto es, en alimento fetichista para las masas, en puro consumo y entretenimiento, en espejo de la autosatisfacción burguesa. Todos ellos tienen en común, siempre según Adorno, «el gusto por la falta de gusto», una carencia que él identificaba con la eliminación de todo lo desagradable y el establecimiento del orden musical como tapadera del caos de la realidad existente. Por el contrario, los músicos de la Segunda Escuela de Viena se negarían a representar en música lo que supondría una reproducción de la sociedad, una relación cordial con ella, precisamente cuando los individuos no están en armonía, y ante esta negativa harían posible esa mímesis a través de la cual los hombres podrían encarar el sufrimiento. Por su parte, una vez más, Stravinsky haría una concesión a la estupidez del público, centrada más bien en el éxito artístico que en la emancipación, ayudando así a mantener las condiciones de una sociedad abocada al desmoronamiento.
A pesar de su radicalidad, todos sabemos que Adorno no estaba desencaminado al criticar la Industria Cultural y la adecuación de algunos compositores a ella, aunque quizá deberíamos considerar «parcial» lo que Adorno considera «total».
Para comprender las reflexiones de Adorno sobre Beethoven, editadas con la calidad a que la editorial AKAL nos tiene acostumbrados, y bajo aquél proyecto con que dicha editorial quiso obsequiarnos con la totalidad de su creación, sobra decir que la visión de Adorno sobre la evolución musical, en sus reflexiones sobre Schönberg y Stravinsky, se encuentra ocasionalmente sesgada por su pasión ante la música germana, pues, contra algunas tesis taxativas de Adorno, hoy resulta innegable que el atonalismo de Schönberg es sólo una de las muchas maneras en que la tonalidad fue desapareciendo, y no necesariamente la más crítica ni la más valiosa.
Aunque parezca indudable, al menos sobre la partitura, que el atonalismo fue la más consecuente y la única que aceptó, a inicios del siglo XX, la desaparición total e inevitable de todos los principios tonales, eso no es óbice para negar las continuas tramas de transformación que se estaban llevando a cabo y que son igualmente importantes. Quizá, muchas de las aportaciones de otros países podrían considerarse más importantes por situarse del lado de la construcción, y no tanto de la destrucción, como un fenómeno también necesario cuando se habla de una renovación musical, y acompañado, obviamente, con sus diversos y quizá incontables epifenómenos.
Desde esta óptica, resulta obligado aceptar que otros países, y no sólo Alemania, crearon pautas para una construcción de este estilo, no ajena de todas formas a la destrucción. Stravinsky, sin ir más lejos, ya en su primera etapa jugó un papel esencial en la disolución de la tonalidad, a través del legado ruso de Rimsky-Korsakov y sus colaboraciones con Diaghilev. A veces se nos olvida que dicha disolución no implica solamente el trastrocamiento y la confusión de los modos mayores y menores, sino también la desaparición de la tensión entre tónica y dominante, o entre la sensible y las séptimas y sus respectivas resoluciones, que requieren también una desaparición de la distinción entre consonancia y disonancia. Pero esto no pertenece sólo a Schönberg, sino también, por ejemplo, –y a veces de un modo mucho más significativo– a Debussy.
En este aspecto, parece que Adorno es incapaz de valorar en su esencial revolución a las tradiciones rusa o francesa (incluidos sus respectivos nacionalismos), quizá porque se centró demasiado en un análisis interválico, determinado por la tradición alemana e incapaz de reconocer que los desarrollos musicales no dependen sólo del entramado armónico, sino también del colorido, la dinámica o el ritmo, que a veces pueden jugar un papel imprescindible a la hora de transformar, precisamente, ese entramado armónico y, por cierto, sin que el cambio de ese entramado resulte un auténtico desastre sin sentido (como ocurre todavía hoy con mucha música contemporánea, respaldada ridículamente en ideas progresistas).
En todo caso, como digo, no me parece que eso perjudique en lo esencial la importancia del análisis sociológico de Adorno, a pesar de su parcialidad, que sólo requiere ser sacada a la luz para tomar ciertas precauciones y valorar en su justa medida las reflexiones sobre Beethoven, pero no para invalidarlas. Quizá, la solución al atolladero consistiría en aplicar el análisis de Adorno a otros músicos y no sólo a aquellos por los que éste sentía una predilección intelectual.
La música respaldada por Adorno –la que va de Beethoven a Schönberg– representa en su análisis la irrupción de la música verdadera, lo que significa, esencialmente, una música donde la aparición de las contradicciones sociales no se encuentra oculta. Si las disonancias son desagradables para los burgueses, no es porque la nueva música sea ininteligible, sino porque habla a éstos de su propia situación en un lenguaje que no pueden soportar. Las disonancias de la vanguardia son, en este sentido, como el martillazo en la cabeza de la falsedad escondida y el consiguiente descubrimiento del engaño. Pero esto hace también imposible escuchar a los grandes músicos del pasado: la música ligera se complementa en su estupidez con las creaciones autónomas de la tradición, repetidas una y otra vez como productos ya conocidos.
En este punto, la consideración de la música de Beethoven se convierte en una tarea doblemente complicada, que remite una y otra vez a la música de Schönberg y a la Filosofía de la Nueva Música. Como ciertas obras de música pop y jazz, según Adorno, también el Romanticismo y el Clasicismo se convierten con el capitalismo en mera mercancía de fácil consumo, en una actitud compartida por los músicos neoclásicos –como hemos visto–, que parten de ese lugar. Por eso, quien desee enfrentarse a la verdad objetiva y al valor de las composiciones clásico-románticas (que Adorno no niega) tendrá la doble tarea de romper el barniz del consumo y enfrentarse a la complejidad esencial y objetiva de la composición pre-(mal)-conocida.
Por eso –esto es clave– no hay otra manera de entender la Filosofía de la Música más que dirigiéndose a las Vanguardias. Ellas son las únicas que comprenden la situación del presente, las únicas que pueden liberar a la música de hoy, pero también a la del pasado. Por eso afirma Adorno que no existe la Filosofía de la Música, sino solamente la Filosofía de la Nueva Música. Dicho de otra manera: en rigor, jamás entenderemos a Beethoven sin Schönberg. ¿Quién se atrevería a negarlo? En esto, Adorno parte de la única lectura hegeliana esencialmente cierta: la verdad acaecida conceptualmente, artísticamente, culturalmente y, por tanto, históricamente, sólo puede ser comprendida en su objetividad en la consideración del proceso, donde se encuentra incluido tanto el origen como el resultado.
Esta situación requiere también, por tanto, comprender la esencia de la música del pasado en la óptica de su desarrollo. Podría parecer curioso que Adorno apenas mencionara esta necesidad de «empezar por el tejado» (si se me permite la broma), en sus reflexiones sobre Beethoven, pero quizá lo comprendamos mejor si nos fijamos en sus conclusiones sobre el estilo tardío de Beethoven, que Adorno consideraba de la más estricta contemporaneidad y que, en el fondo, se erige en el momento de comprensión del resto de su obra.
Sólo entonces estamos preparados para conocer el pasado, donde resulta fundamental deconstruir el proceso de descomposición de la música tonal. Por supuesto, esto implica comprender la tonalidad –como quiere Schönberg en su Tratado de Armonía– en su singularidad histórica y en su carácter arbitrario. En esto, el hegelianismo es abandonado como mera mitología (burguesa). La nueva música, de hecho, no tiene nada de reconciliación, y tampoco de consumación. Al contrario, ella no es más que un eslabón más del proceso musical, en realidad tan carente de sentido como cualquier otro. La única diferencia es su conciencia de dicha falta.
Por eso mismo, que la música de vanguardia se aparezca a sus oyentes como más cerebral, frente a una supuesta naturalidad en la tonalidad, es sólo una causa de no haber comprendido nuestra historia y, paradójicamente, nuestro propio pasado. En el fondo, no hay más que mirar la riqueza cromática del Pierrot Lunaire o el Erwartung de Schönberg, o la ópera Lulú, de Berg, para percatarse de la maravillosa espontaneidad y expresión del lenguaje vanguardista. ¿Y acaso no podemos decir lo mismo del estilo tardío beethoveniano, que tanto disgustó a los oídos de su tiempo?
Es cierto que hoy se ha perdido cierta ingenuidad –la incultura de los artistas, y sobre todo de los músicos, que ha desaparecido justamente a partir de Beethoven–, pero ella no era más que la sombra deleznable del «progreso». Que los artistas vanguardistas se vuelquen a la reflexividad no es una falta de naturalidad, ni de espontaneidad, sino solamente una muestra de su capacidad crítica. Obviamente, esto hace a la música más compleja, pero no menos natural. Más bien sucede lo contrario: cuando uno se percata objetivamente de su valor, no hay nada más artificial que un arte estúpido y convencional, por mucho que sus acólitos lo vean como lo más natural del mundo.
Los músicos incapaces de crítica se entregan irreflexivamente a materiales ya obsoletos, como ocurre con la utilización de patrones ya pasados y puramente decorativos, que el público conoce de forma directa y automática. Aquí, obviamente, lo que tenemos no es naturalidad, sino un público acostumbrado a recibir sin pensar, a acomodar lo conocido en unas estructuras mentales ya dispuestas. La superioridad del arte de vanguardia y, en el siglo XIX, de la música de Beethoven, es su capacidad para mostrar todo aquello que la sociedad querría olvidar: que sus estructuras mentales y sociales, a las que tanto adora, no son más que fantasmas que favorecen una situación de estupidez generalizada. (No olvidemos que Adorno está analizando la sociedad de masas que permitió la mayor masacre de la Historia Universal.) Hasta tal punto fue así que el nuevo arte, aquél al que se refiere Adorno, sería el único capaz de aspirar a la superación de la dialéctica de la Ilustración. Schönberg aparece en este marco como un garante de la Ilustración total precedido por Beethoven.
El problema, como es sabido, es que el arte se convierte entonces en la antítesis de su sociedad y acaba en el aislamiento más absoluto. Que la sociedad capitalista haya llegado a una situación limítrofe de miseria artística y humana, especialmente a partir de los campos de concentración, hace que el arte se convierta también en un límite de sí mismo. De ahí que el verdadero artista, como quería Ortega, se encuentre deshumanizado y que el arte ya no pueda ser romántico-realista.
En definitiva, ya no estamos ante la expresión del genio, sino ante el artista que sacrifica incluso su propia personalidad ante las contradicciones de la sociedad que detesta. Esta es la antinomia de la nueva música: quiere comunicar su disgusto con la sociedad, pero al sumergirse en su propia ley objetiva para evitar a ésta, termina por hacer imposible la expresión y la comunicación. Sin embargo, su humanidad secreta consiste en negar al hombre realmente existente. Y es así como la música pierde su sentido contra el optimismo ingenuo del hegelianismo mitológico. La antinomia consiste ahora en una forma de afirmación que acaba destruyendo su propia ley.
Pero, ¿qué lugar ocupa Beethoven en toda esta maraña de problemas? Para Adorno, Beethoven es el renovador absoluto: cada una de sus piezas constituye una novedad con respecto a la anterior, algo que no ocurre en los compositores anteriores. Beethoven, diríamos, es anti-convencional incluso con su propia música. Esto es algo que podemos sentir en sus cuartetos y, de una manera quizá más visible, en sus sinfonías. Obviamente, todas guardan entre sí un espíritu común, que solemos llamar «estilo», pero se trata de un estilo que no se hace concesiones a sí mismo, que continuamente se critica y está abierto a la metamorfosis. Las sinfonías de Beethoven se distancian la una de la otra de manera tal que, si nos situáramos en cualquiera de ellas, jamás podríamos imaginar la siguiente.
En todo caso, el lugar privilegiado de composición de Beethoven se encuentra para Adorno, y creo que pocos pueden discutírselo, en los cuartetos de cuerda, y concretamente en sus últimos cuartetos, a los que denomina con la pomposa noción de «estilo tardío». En ellos, Beethoven estaría renegando de su pasado clásico, como si hubiera descubierto de pronto la falsedad de sus formas, en un camino que, en el fondo, habría descubierto en su más tierna juventud y que estaría, como en germen, ya en sus primeras obras. Pero hay algo que Beethoven no pudo mantener en sus últimas composiciones: ese espíritu que Adorno relaciona una y otra vez con el idealismo hegeliano y en el que lo objetivo y lo subjetivo se encuentran mágicamente fundidos. Esta es la tesis más importante de todo el libro y sin lugar a dudas la más interesante. Beethoven aparece como el espíritu más representativo de la burguesía (estilo medio) y, al mismo tiempo, como el crítico de la burguesía que descubre el engaño del clasicismo y, por tanto, de la propia burguesía (estilo tardío), con sus ideales progresistas, ilustrados y reconciliadores.
Pero Beethoven fue por tanto un burgués en la mayor parte de su obra, aunque también entonces un burgués «libre». Pensemos en su periodo intermedio, antes del estilo tardío. «Es el prototipo musical de la burguesía revolucionario» –nos dice Adorno–, pero también «el de una música evadida de su tutelaje social, completamente autónoma desde el punto de vista estético». Es lo que Adorno llama «un clasicismo sin muletas» y que sitúa en el «momento histórico en que la música y no la poesía convergió con la filosofía». Frente al burgués y acomodado Wagner, Beethoven es el burgués gruñón, que está enfadado porque ama al mundo y no puede soportar verlo sumergido en su sordidez. «En Beethoven –afirma Adorno– un burgués puede hablar como un rey sin avergonzarse». Este Beethoven todavía no crea formas, sino que más bien reproduce las formas desde la libertad alcanzada. De ahí que la tonalidad sea esencial en él, aunque la someta a la máxima violencia y marque con ello el inicio de su disolución.
En el fondo, la música de Beethoven expresa por ello «el secreto de la tonalidad», que habíamos considerado necesario incluso para conocer la nueva música de Schönberg (y así la consideraba el propio músico, que siempre declaró su revolución como una consecuencia de la tradición). La tonalidad no es sino «el lenguaje de la burguesía», donde la «expresión» sólo tiene sentido dentro del sistema (como ocurre en Hegel). Sólo que Beethoven, con esa búsqueda de la novedad y la eliminación de cualquier patrón sistemático, estaría realizando una crítica a la tonalidad, por así decirlo, desde la tonalidad misma. Pero la música, entonces, se encuentra en una posición complicada: «La rabia de Beethoven tiene que ver con la prioridad del todo sobre la parte. Rechazo por así decir de lo limitado, lo finito. La melodía gruñe con rabia porque nunca es el todo».
Por el contrario, el estilo tardío es definido bellamente por Adorno como «fragmentos de una música oculta». No hay totalidad a la que referirse, ni siquiera armónica. La polifonía y la monodia ya no son opuestos; la armonía es sólo un velo donde la tonalidad aparece como insustancial, aunque siga presente: «A la armonía en el último Beethoven le sucede lo mismo que a la religión en la sociedad burguesa: perdura, pero olvidada». En otra ocasión, Adorno añade lo siguiente: «la tonalidad está retenida, pero al mismo tiempo rota». En su última etapa, Beethoven ha conseguido expulsar fuera de sí la necesidad del sistema, de la melodía preparada y asentada, del efecto esperado. El sentido ya no está mediado por la totalidad. Beethoven consuma su actitud crítica: su música anterior no había sido más que una mentira burguesa, encerrada en su utopismo ideológico. Ahora, la totalidad ha sido superada por el fragmento: los temas no son realmente tales y en ocasiones basta una simple ráfaga, como si fuese una idea condensada, para expresar el contenido que antes requería una sonata entera. Pero con ello se ha roto la autonomía y el subjetivismo: «La música habla el lenguaje de lo arcaico, de los niños, de los salvajes y de Dios, pero no del individuo. Todas las categorías del último Beethoven son desafíos al idealismo».
Es una pena que Adorno no consiguiera cerrar y publicar nunca su obra sobre Beethoven, que a pesar de todo sigue siendo una de las reflexiones más profundas sobre la música de Beethoven y también sobre la música en general. La presente edición, como es sabido, no son más que sus apuntes, fragmentarios y dispersos, publicados aquí –de forma muy acertada– junto a algunas reflexiones sueltas y más generales que sí decidió publicar, pero que no abordaban la filosofía general beethoveniana que se había propuesto, sino solamente algunos aspectos parciales de la misma. La causa de haber dejado inacabado este proyecto beethoveniano se debió a su honor intelectual, relacionado, según él mismo afirmó en los años sesenta, con su incapacidad para comprender el lugar de la Missa Solemnis (1818) en el conjunto de la estética beethoveniana.
La reflexión de Adorno no puede ser más interesante, más aún cuando el estilo tardío de Beethoven –al que no se había prestado demasiada atención hasta la llegada de Adorno– sigue siendo uno de los enigmas más fascinantes de la Historia de la Música. Por supuesto, una vez más, Adorno se muestra demasiado convencido y radical en un planteamiento ambiguo y no siempre justificado. Parece un error de principiante, por ejemplo, considerar el «estilo tardío» en relación con la conciencia de la propia muerte, algo que en el caso de Beethoven no puede ser encuadrado en ningún acontecimiento de su vida. Sin ir más lejos, ni era anciano ni estaba especialmente desvalido en relación a otras épocas de su vida. Pero esta es sólo una prueba de la ligereza ocasional de Adorno, apoyada quizá en un punto de vista psicoanalítico demasiado dogmático, igualmente innombrado en su obra y que no sabemos de dónde ha obtenido.
Los apuntes son de muy complicada lectura, como sabrá cualquier lector de Adorno. Si su obra es ya de por sí dificultosa –y, por qué no decirlo, tan innecesariamente como lo fue la obra de su padre tutelar, Hegel–, la conjunción fragmentaria de sus notas lo es todavía más. Para los que se atrevan a adquirir y estudiar esta obra, les recomiendo comenzar por la conferencia de 1966, incluida en el apéndice de esta edición de Akal. Se trata de una ponencia radiofónica celebrada en Hamburgo que versa sobre el estilo tardío y que, por su carácter improvisado, puede entenderse sencillamente. A partir de ahí, lo más interesante es continuar con los artículos publicados y, finalmente, lanzarse a la aventura de los fragmentos, que conforman la mayoría de esta obra, y sin duda la más sugestiva.
La edición original de estos fragmentos y textos fue realizada por Rolf Tiedemann y han sido traducidos en España, en un trabajo de innegable valor, por Antonio Gómez Schneekloth y Alfredo Brotons Muñoz. Los textos y fragmentos han sido organizados por temas bajo los siguientes títulos: (I) Preludio, (II) Música y concepto, (III) Sociedad, (IV) Tonalidad, (V) Forma y reconstrucción de la forma, (VI) Crítica, (VII) Fase temprana y ‘clásica’, (VIII) Vers une analyse des symphonies, (IX) Estilo tardío (1), (X) Obra tardía sin estilo tardío, (XI) Estilo tardío (2) y (XII) Humanidad y desmitologización. A ello se añade un apéndice formado por tres textos, entre los que encontramos la conferencia citada, y finalmente las notas del editor, una tabla comparativa de los fragmentos y dos índices, uno según las obras de Beethoven citadas por Adorno y otro de las personas.
Escrito por Daniel Martín Sáez
Desde España
Fecha de publicación: Octubre de 2011
Artículo que vió la luz en la revista nº 21 de Sinfonía Virtual.
ISSN 1886-9505
|